Mis primeros viajes se debieron a mi propio impulso, a mi capacidad física y a mi curiosidad. Capacidad física , digo, pues podía soportar varios días sin comer con tal de gastar el escaso dinero de mis bolsillos para lograr entrar a un museo o a un monumento público. Con el fin de sobrellevar el día me bebía un café cargado por la mañana y en los días afortunados compraba algún vino cuyo valor hoy sería equivalente a un par de euros o menos. Los “segundos viajes” los llevé a cabo ya interpretando el papel de escritor invitado a alguna feria o encuentro literario. Sufrimientos distintos , ambas maneras de viajar, aunque me inclino a pensar que los primeros viajes fueron bastante más estéticos y aventureros. Al menos la memoria condensa el tiempo y me ofrece los recuerdos como certeza o sentimiento.
En varias ferias literarias tuve que soportar a escritores insufribles quienes, en verdad, daban por un hecho irrefutable que sus obras tenían alguna clase de valor. Resultaba por demás evidente que su presencia allí se debía a sus relaciones sociales, a la habilidad de su agente literario o al analfabetismo de los convocantes y del respetable público. En varios eventos literarios me encontré ante enigmas indescifrables: “¿Qué hace este cabrón aquí?”, me preguntaba. Mas la respuesta podía ser cualquiera y es posible que varios de ellos o ellas pensaran algo semejante respecto a mi presencia. La feria de Frankfurt era una especie de Wall Street , pero sin el encanto perverso y frívolo de la catedral financiera. Los escritores semejaban ganado que corría de un establo a otro en espera de que alguien herrara un nombre en sus ancas. ¿Por qué no? Uno debe buscarse la vida, promoverse, publicar, lo comprendo muy bien, pero en vista de no ser un escritor célebre tengo derecho a decir que en Frankfurt me acosaron las nauseas en el piso 20 de una torre cuya habitación me fue asignada y corrí a refugiarme a un hotel de prostitutas. Las hetairas alemanas me hacían sentirme el peor de los judíos: yo lo único que deseaba era jamás haberme dedicado a la literatura. En un festival en Madrid me sucedió algo más grave: los escritores españoles eran en su mayoría incapaces de reflexionar en una minuta filosófica o retórica. Ni siquiera resultaban seres simpáticos como sí lo eran sus músicos y camareros. Nosotros sabemos que en España los filósofos se cuentan con los dedos , pero no los escritores que continúan, supuestamente, el impulso de Cervantes y Quevedo. No fue así: las mesas donde se concentraban los egregios escritores podían semejarse a cualquier boda provinciana en las que se charlaba acerca del último grito del rebaño.
En Alemania y Austria fue todavía peor: sus países habían destruido la mitad de Europa en la Segunda Guerra Mundial , pero los escritores actuales no podían ofrecer alguna obra a la altura de una destrucción semejante. Yo asistí a estos encuentros porque, al menos, me pagaban quinientos euros a cambio de mi participación. En México no es costumbre pagar por el trabajo que supone la presentación de un libro. Es otra economía, lo sé. Los argentinos no tendrían que organizar ningún encuentro internacional de escritores: ellos se bastan consigo mismos, tienen a sus propios héroes, y su horizonte es un círculo vicioso: son los campeones del mundo. En Francia me sentí siempre más a gusto puesto que a la curiosidad del público añadía una dosis de reflexión e incredulidad a su oído que hacía más amables los intercambios literarios. Sólo en Colombia descubrí que el público era capaz de sorprenderte y te hacía sentir creativamente incómodo. Por supuesto, es una experiencia muy personal. A Guadalajara no asisto porque no soy precisamente un escritor de feria, es decir una de esas salchichas industriales que se devoran y asimilan en unos pocos minutos, con todo respeto. Y lo repito: no es del todo inútil que se organicen estas ferias multitudinarias y que los escritores conversen entre sí —algunos de ellos son excepcionales— pero yo estoy concentrado escribiendo, amargado, bebiéndome un par de tragos, e intentando huir de las multitudes como el loco —diría Michel Onfray— que se niega a creer.
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