“Usted sabe, en nuestro país todo se cura naturalmente, sin mucha intervención de nadie”. Le dice un médico a Mario Gageac para referirse al proceso de curación de su madre, Eligia, a quien su marido le ha arrojado un vaso de ácido en el rostro. Todo ello sucede en El desierto y su semilla, la novela de Jorge Baron Biza (1942-2001) cuya celebridad va más allá del drama autobiográfico que vivió el escritor argentino y su familia, para situarse en el seno de una normalidad aterradora. Y es que sólo lo normal puede llevarnos al desquiciamiento y a la continua incertidumbre, al estado de angustia que es natural en esa incisiva tragedia humana que llamamos conciencia. Heidegger esribió en Ser y tiempo que el verdadero presente es la eternidad; el filósofo alemán convocó y puso en marcha la literatura para ir en ayuda de una filosofía que no lograba ir más allá de preguntarse acerca del ser. La noción de un presente eterno deja de resultarnos ajena después de experimentar los estragos de la pandemia y sus secuelas sociales. Se tiene la impresión de que se ha vivido con esta gripa durante toda la vida, y también parece un sueño, un instante difuso, una eternidad instalada cómodamente en un presente continuo.

El trastorno moral de las sociedades medrosas indica gravísimos golpes síquicos, mentales, neurológicos, espirituales, o como deseen nombrar a ese desacomodo de lo que solemos llamar la realidad vivida. Varios gobiernos en el mundo se han percatado de que el miedo de su población les es conveniente para dictar medidas a su antojo, normas disparatadas como las de asociar un virus a la vida nocturna y limitar el derecho a la reunión libre de los individuos; se comienza a practicar el fascismo, el autoritarismo extremo y la erosión de la autonomía. La pandemia se ha transformado en un desastre moral, ha fisurado amistades, economías, familias, pero sobre todo ha llevado a las personas al desasosiego constante y a la sumisión no razonada. En el capítulo dedicado a la servidumbre humana (Ética demostrada según el orden geométrico), Baruch de Spinoza, le dedica el prefacio a su definición del bien y del mal. Spinoza no cree que el bien o el mal existan independientemente de la construcción, administración o imaginación de los seres humanos que actúan según sus propios intereses para alcanzar alguna utilidad. Me arriesgaré a escribir algo incorrecto: el número de muertes asociadas al virus es insignificante cuando se considera la totalidad de habitantes en el mundo. Merecemos una tragedia mucho mayor que se encuentre a la altura de las medidas impuestas a causa de este miedo desmedido. Es notorio que la conciencia del sufrimiento real, aquel que lleva a los seres humanos a vivir infiernos subjetivos, penurias innombrables, penas inimaginables se ha trastocado. El deterioro de las vísceras, la piel, los huesos nos hace comprender que ese pasajero silencio al que llamamos salud resulta todavía más enloquecedor. Uno debería desear la muerte con la misma intensidad que se ama a la vida. En la novela de Jorge Baron Biza, citada al principio, el hijo, Mario, que cuida de su madre cuyo rostro ha desaparecido al caer el último fragmento de nariz que aún la hacía reconocible, dice: “Sólo muchos años más tarde advertí hasta qué punto la cobardía, disfrazada de buena voluntad —de los médicos, las enfermeras y la mía— montó una tortura que ni un villano de ópera hubiera imaginado”. Más allá de ese bien y mal manipulables a los que se refería Spinoza, se encuentra nuestra afición a la tortura, al drama, a la ambigüedad. No importa el tiempo que uno haya vivido: el presente eterno resulta más que suficiente para desear morir. Mientras escribo oteo a mi alrededor y descubro libros de cuatro autores suicidas (es una casualidad asombrosa); Salvador Benesdra, Albert Caraco, Cesare Pavese y el propio Baron Bisa.

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