Cuando alguien piensa similar a mí y está de acuerdo con mis opiniones, me decepciono y me digo a mí mismo: “otra conversación perdida.” Me es extraña la idea de alegrarme cuando encuentro a alguno o a alguna que comparta mis ideas o rutinas. Es posible que la causa de esta conducta sea la de que deseo escuchar y aprender de las personas que son diferentes a mí y, por lo tanto, me incomoda encontrar una manada a la que sumarme. Les puedo asegurar que no se trata de un acto de vanidad que me asegura el brillo propio o la originalidad; al contrario, me siento acompañado cuando me encuentro con alguien que piensa diametralmente distinto a mí. El mundo entonces se despliega pleno y honrado a mi alrededor y vuelvo a certificar que la diferencia, la diversidad, el caos ético, la mezcolanza son características de la circunstancia que me rodea.
Uno se conoce más cuando se halla frente a una especie de espejo distorsionado, de reflejo maltrecho. Si alguien compra ropa continuamente y mantiene su armario colmado de prendas que utiliza para diferentes ocasiones me intriga y le pregunto cuáles son las razones de tal costumbre; como respuesta he escuchado los argumentos más extraordinarios y curiosos, sobre todo cuando la gente se viste de una manera especial para determinada ocasión; algo similar me sucede al tratar temas de los más mundanos, ya sea sobre cuestiones monetarias, de hábitos alimenticios, del amor o de la celebridad. ¿Por qué alguien desea ser célebre ante tanta gente que no conoce? Incluso encuentro rasgos de locura en esta necesidad, que como la competencia llega a hacer tan desgraciados a los seres humanos, según pensaba Thomas Hobbes. Es fascinante escuchar y observar a quien es distinto a nosotros; la importancia que le concede a determinados asuntos, su deseo de poder, su añoranza de riqueza, su ausencia de lecturas o su desprecio por determinadas costumbres. Salvador Novo debió gozar en gran medida sus querellas, sea con Ermilo Abreu Gómez, o con Luis Spota, pienso y sé que yo mismo habría estado en desacuerdo con Novo y ello me habría otorgado algunos momentos de dicha inigualable. Por supuesto, casi no obtengo esta clase de placer cuando me encuentro ante alguna discusión política, pues en realidad hoy en día todas las posiciones al respecto se parecen, aunque nos ofrezcan la sensación de ser distintas. Sin embargo, las disputas éticas me entusiasman más de lo que se imaginan, mas sólo a condición de estar en desacuerdo con el interlocutor en turno.
Hay quien considera que todos y todas somos iguales, lo cual sólo representa una frase vacía hasta que es acotada o explicada, y entonces tales disquisiciones llegan a ser, en verdad, bastante aleccionadoras. Es verdad, no puedo negar que en ocasiones estoy de acuerdo con otra persona y llego a sentir cierto perturbado placer; Peter Singer, un profesor de filosofía australiano que quizás sólo conozcan los canguros, narró hace más de treinta años una anécdota en la que la hija de Karl Marx le preguntó a su padre cuál era el vicio que más detestaba y él respondió que era el servilismo. Cuando leí este pasaje y asentí, y me dije: yo también odio la zalamería, la subordinación interesada, el halago falso y estudiado; no obstante, cuando me encuentro ante un ser servil y abyecto de esta clase o catadura me regocijo y me congratulo de ser distinto y de que, como dije antes, el mundo se convierta en un lugar extraño para mí. Es una lástima que existan en la función pública tal cantidad de entes serviles y rastreros, tantos que la sorpresa de la diferencia se disipa o pierda su encanto. “Hay que criticar a los líderes de nuevas intolerancias”, exhortaba el filósofo y anarquista Pierre-Joseph Proudhon. Sus ideas ayudaron, a algunos socialistas, a comprender su papel no de aprendices de dictadores, sino de convertirse en herramientas de progreso. A pesar de ello cuando estoy ante un intolerante mis ojos brillan de codicia; ¿qué pudo llevar a este espécimen a practicar a tal extremo la intolerancia?, me pregunto. Estudiar y poner atención en la diferencia es una buena actividad ya que consolida la soledad a la que uno está condenado y, como escribió Plutarco, uno obtiene así provecho de los enemigos. Yo no poseo enemigos y me compadezco, pero mi vida es banal e insignificante, y mi pobreza me auxilia a no construir querellas extremas. ¿No coinciden conmigo en no estar de acuerdo y continuar avanzando?