Conversar con alguien erudito puede llegar a ser una tortura si esta persona hace alarde de su conocimiento. ¿Qué culpa tiene uno de que el erudito haya acumulado tanto saber y necesite vomitarlo al primero que se le ponga enfrente? Por otra parte, la erudición siempre es parcial, limitada y orientada hacia una ciencia o un tema específico: el espacio donde se desarrolla es diminuto, de lo contrario carecería de sentido, pues no se puede ser erudito acerca de lo general o sobre todas las cosas del mundo. Eso que llamamos “cultura general” es simplemente algo imposible de alcanzar. Se es erudito en repostería, futbol, enología, física, etc.., y para serlo se requiere de una vida larga inclusive. Los jóvenes que presumen erudición me hacen patalearme de risa. En cuanto a mí, me declaro un bárbaro medio amansado por la lectura de algunos libros. ¿Qué más? Un hombre mal vestido que apenas si cuenta con muy pocas mudas de ropa y de ninguna forma poseería más de un par de zapatos. Tal ahorro de trapos me otorga cierta libertad para preocuparme en otros asuntos. El problema al que suelo enfrentarme es que mi amansada barbarie se ha acentuado después de entrometerme en lecturas de toda índole. No obstante, siempre preferiré la compañía femenina a la de un libro, por más sabio que este sea, y también me inclinaré todas las veces por unos buenos tragos antes que por la compañía de un erudito que me sea desagradable o que extienda su conocimiento parcial al resto de asuntos que preocupan a la comunidad humana. No me aprovecho del impulso socrático y tampoco niego que cualquier hecho es el fragmento de una insólita cadena de accidentes que une a los astros con los caracoles: la humildad existencial, si es bien practicada, da buenos frutos en cualquier aspecto. Cuando me baño y salgo de la regadera evito secarme con el propósito de ganar un poco de tiempo y entregarme a esa voluta infernal que supone el desorden inevitable de estar vivo. Tarde o temprano el cuerpo queda seco otra vez, de manera que las toallas, como también las sombrillas de lluvia me parecen objetos ridículos e innecesarios. Declararse un bárbaro amante de los placeres y de algunos libros no tiene por qué ser considerado una virtud literaria, ni tampoco un guiño para los incautos que consideran la lectura de ficciones o ensayos como una actividad aburrida o anacrónica.
No obstante lo antes dicho, agregaré que la época que me ha tocado vivir me sobrepasa en barbarie y en cinismo: sus brutales diferencias económicas y el disparatado estado de sus civilizaciones resultan una degradación del equilibrio hacia el que han tendido los movimientos de paz en la historia. Renuncio pertenecer a esa especie de universidad militar conocida como “aldea global” la cual, en buena medida, es manipulada, explotada y representada por corporaciones que hablan de libertad o progreso a todos sus clientes cautivos. No me excita un ápice sumarme a una ética proveniente del mundo del mercado, de la tecnología desbocada y de la banalidad continua la cual ha sustituido las ideas de los pensadores más finos. En temas de ética los científicos o los filósofos discrepan constantemente; una nueva hipótesis es discernimiento que disiente; sin embargo, los comerciantes han abierto las puertas a una tecnología sin riendas, divinizada, y que impone estructuras morales de comportamiento, hábitos y costumbres a los consumidores esclavizados y dóciles atados a la pantalla. Que la tecnología como habilidad, algoritmo, secuencia lógica haya sustituido a la ciencia como conversación filosófica es uno de los problemas más graves a los que se enfrentó la sociedad disuelta en los comienzos del siglo veintiuno. Me callo, estoy en la mesa de un restaurante y veo aproximarse a un erudito y sé que tarde o temprano terminaremos hablando acerca de “su tema”.