Guillermo Fadanelli

En carretera

Los que escribimos no nos presentamos ante nuestros lectores como los lamentables pensadores que somos

Articulista Guillermo Fadanelli. Foto: EL UNIVERSAL
13/11/2023 |01:49
Guillermo Fadanelli
autor de OpiniónVer perfil

Comenzaré con una apreciación general cuya certeza es relativa. Creo que la mayoría de los colaboradores en medios y expertos en algún tema, etcétera... son un tanto ambiguos y diletantes. ¿Por qué? Quizás tal titubeo sea parte de su trabajo, aunque no sé si se percatan de la importancia que en la actualidad tienen los medios cotidianos y más cercanos al público común. Expresamos nuestras convicciones, pero evitamos las mentadas de madre, las maldiciones, los humores, los halagos honestos o la crítica directa que, según yo, tendrían que ser esencia del espíritu de cualquiera que se expresa en los medios masivos. No me parece sano que los columnistas nos entreguen sólo estadísticas para fundamentar sus argumentos, sino también su sabiduría y sus tripas. Esto se me ha ocurrido en vista de que nosotros los simples leemos a algún escritor periodístico que nos despierta simpatía o refrenda nuestras opiniones, casi a ciegas. Estos escritores periodísticos no tienen el deber de ser expertos en Hegel, Spinoza o Keynes, pero convertirse sólo en tinterillos es ofensivo en sociedades que viven en crisis jurídicas o económicas perpetuas.

El jueves pasado viajé a Oaxaca en automóvil y en Puebla, sin aviso previo, ni información pertinente, ni un carajo de prevención, debí sufrir al lado de miles de tráileres y otros vehículos siete horas en un congestionamiento infernal. ¿Por qué infernal? Porque no podíamos volver a la Ciudad de México, ni avanzar. La maldita camioneta se transformó en una ergástula, una prisión, una condena. Lo que sí sucedió es que nos cobraron en la caseta 78 pesos para después embarrarnos en la cara que estaban haciendo reparaciones. Durante ese tiempo pasaron vendedores de toda clase, armados de bocinas, motocicletas, bicicletas o a pie. Yo, encabronado, descendí del automóvil y caminé un kilómetro para cerciorarme del obstáculo al cual nos enfrentábamos. Nunca lo encontré. Un joven mudo me hacía señas cuando le pregunté cuál era el motivo del desmadre. Hizo ruidos bucales que no entendí. Cuando le dije que llamaría a alguien del gobierno para quejarme de tal secuestro resultó que el mudo sí hablaba. Y me dijo; “Señor, pues está cabrón, por lo menos debe esperar cinco horas, pero, si usted quiere, diez personas quitamos parte de la barda de contención, para que se regrese; sólo serían cien pesos por persona para mover la barda, pues está cabrón”. Como me vieron discutir, varios choferes de camión se acercaron para amilanarme: “Pues si no le gusta, puto, váyase en avión o que venga su helicóptero”. Yo, sutilmente, les respondí: “chinguen a su madre, culeros criminales, cómplices del gobierno y de su… madre”. De inmediato compré un bate, pues eran como cinco y ya estoy viejo para enfrentarlos sólo a puñetazos. Me vieron tan decidido a cobrarles la afrenta que se dispersaron . Siete horas estuvimos entre el Estadio Cuauhtémoc y Tepeaca donde nos desviamos para ir a Tehuacán. Yo no soy un junior y no utilizo el auto en la ciudad: camino o voy en metro, pero la violación a la libertad, dignidad y economía de los automovilistas por parte de las instituciones de tránsito federales fueron oprobiosas. Sólo nos faltaba recibir un proyectil de Hamas o de Israel para acabar con la ilusión del viaje. ¿Cómo terminó la aventura? Nunca llegué a Oaxaca. Descendí del auto y como integrante de una caravana hondureña me eché a caminar (ándele, güey). Y reafirmé nuevamente: en nuestro país no puedes viajar, sino en helicóptero y armado hasta los dientes. Lo volveré a intentar, hijos de su...

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