He tenido un sueño revelador: el pueblo es una teoría y carece de una existencia real. Es imposible, por ejemplo, dirigirse al pueblo. La certeza de su existencia puede hacer fracasar cualquier buena intención social y también es un magnífico pretexto para poner en marcha nuevamente la guillotina (“No matamos lo suficiente”, citaba un viejo filósofo desencantado que hablaba del “pueblo”); la ilustración o siglo de las luces, el humanismo y su fundamento más nebuloso, el pueblo, se revelan en la actualidad como una especie de concepto anzuelo que pregona la sospechosa y ambigua libertad que uno tiene para comprar y utilizar tecnología, o aspirar a un progreso personal, pero que al mismo tiempo lleva en sí la sujeción o atadura a estructuras éticas de un pensamiento débil, indefenso o manipulable. Hay personas diferentes y que coinciden en ciertos aspectos sociales y económicos; pero ¿qué es el pueblo? (Todavía la “masa”, desde Ortega y Gasset hasta Canetti puede ser más comprensible). La difusa noción de pueblo es una broma en contra de nosotros. Acaso pueda ser el pretexto para las acciones de un ogro ciego que habla en su nombre, de un Leviatán mecánico y disfrazado de la posibilidad de progreso. ¿Quién puede estar contra del progreso? Nadie, excepto algunos cínicos como yo, nadie, sobre todo porque el progreso es la sustancia de la muerte misma: al progresar se camina hacia la muerte, hacia el fin. No obstante, el progreso unidireccional, predeterminado, dirigido, mantiene a la mayor parte de la llamada humanidad (el conjunto de seres bípedos que poseen teorías, digamos) alejada de la posibilidad de constituirse, actuar a su favor y de atenuar las diferencias sociales.

Es común que, en el seno de las sociedades pobres, es decir allí donde la clase media es débil y modesta y las mayorías menesterosas, el endeudamiento sea la característica o más bien el destino inevitable de los habitantes del “pueblo”. Recuerdo con mucho afecto El horror económico, el libro de la filósofa francesa Viviane Forrester quien supo relacionar muy adecuadamente la pasión crítica, la indignación ante el abuso corporativo y el conocimiento económico. “Es un hecho que la riqueza de un país no conduce forzosamente a su prosperidad. Corresponde a la riqueza de unos pocos cuyas propiedades sólo están localizadas en apariencia, inscritas en un patrimonio, en una masa financiera nacional. En verdad participan de otra organización, de un orden enteramente distinto: el de los lobbies de la mundialización”. (Viviane Forrester). ¿Qué hacer ante un panorama semejante? Muy poco. Si uno busca el progreso a través de la expresión lingüística se hunde cada vez más en el pantano de la vocinglería virtual y de la retórica moral mediática, vacua y lejana a la eficacia: allí donde todas las voces se confunden y se anulan entre sí. Dar opiniones es doloroso, como el parir. ¿Qué hago yo, un don nadie, al respecto? Ejerzo una práctica que he perfeccionado a lo largo del tiempo: hacerme a un lado del centro y construir desde la dispersión una nave que al hundirse navegue hacia otro rumbo, como describe una línea poética de Emily Dickinson; en otras palabras: quebranto el camino formal que no sólo limita, sino que atormenta el espíritu y nos reduce a ser una canasta de limones (¿eso es el “pueblo”? ¿Una canasta de limones?) ¿No ha sido esta la carta de navegación de buena parte de la literatura de los siglos XX y XXI? Narrar y habitar un mundo sin promesa al que Thomas Bernhard llegó a describir como la disminución progresiva de la luz. Quizás la enfermedad y la franca conciencia de la caída nos ayuden a alimentar otra visión de lo que es específicamente humano: la conciencia de la finitud y de la diferencia. No lo sé. Somos seres únicos y moriremos. Sólo es posible expresarse discursiva y moralmente gracias a la andanza literaria, a la posibilidad semántica e infinita del lenguaje, a la paradoja íntima que en esencia constituye cada pregunta que nos hacemos: las buenas preguntas carecen de respuesta y nutren el misterio de la vida. “Yo soy el método, no la respuesta”, me parece escuchar a Sócrates. Cada yo —uno mismo— encarna lo diferente y lo diferente no es algo; es todo. La humanidad y su deformación popular el “pueblo” han perdido consistencia como conciencia de lo diverso; son jaulas. Vuelvo a recordar la idea de justicia de Amartya Sen: Hacer justicia es preguntar ¿Cómo van las cosas y que podemos hacer para mejorarlas? Eso lo comprendo, ¿pero el “pueblo”?

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