Si tuviera la suerte de que una sola pregunta pudiera serme respondida yo elegiría la siguiente: “¿por qué soy yo en vez de otro?” Tengo la certeza de que este es un cuestionamiento inútil, especialmente por dos razones; la primera implica su inutilidad, ya que en poco ayuda a resolver los problemas más apremiantes de la sociedad o de la propia vida; la segunda es aún más sencilla de expresar: se trata de una pregunta imposible de responder a profundidad, o siquiera de un modo que nos deje medianamente satisfechos. Sea un biólogo o un científico, un religioso o un lector de cartas tendrá algo que añadir a una duda semejante y se hallará lejos siquiera de aproximarse a la esencia de la pregunta planteada. En su biografía, El mundo de ayer, Stefan Zweig acude a la memoria, a su pasado como habitante de la última monarquía austriaca, a las vicisitudes de su vida, no para responder ¿por qué él en vez de otro?, sino más bien para crear con su estilo incomparable un pasado que viene a ser la prueba misma de que ha vivido. Zweig escribió este libro luego de avizorar el futuro fascista que destruiría Europa en el siglo XX, de acudir, él, siempre a la razón en contra de la “momentánea pasión de la masa”, y de suicidarse al ser testigo de que la sociedad a la que había servido con tanta pasión y cuidado carecía de remedio, además de que esta se habría de volver en su contra. Incapaces de reconocer el generoso talento de un biógrafo y escritor de esta altura, la masa enardecida por ideales absurdos y asesinos lo empujo a abandonar el delirio que supone el vivir cotidiano y someterse a la muerte por propia mano. Si uno posee ciertos rescoldos de sensibilidad y se encuentra alerta a los hechos contemporáneos, sabe entonces que durante las próximas décadas no habrá remedios inteligentes a los problemas que afectan la vida en común. Quizás debido a ello es que las recientes generaciones han acudido a la tecnología con el propósito no consciente de suicidarse.

Zweig reconocía a sus enemigos en la figura de los héroes falsos que empujan a los otros al sufrimiento y a la muerte; a los profetas sin conciencia, tanto militares como políticos, que prometen sin ningún escrúpulo el triunfo y prolongan la tragedia: no es tan diferente hoy en día, pese a que la enfermedad social ha disminuido gracias al esfuerzo de todos aquellos que se empeñan en crear instituciones para intentar evitar la miseria tanto espiritual como económica que acosa a la mayoría “¿Por qué soy yo en vez de ser otro?” Quien se haga esta pregunta, como he sugerido antes, no podrá responderla y, sin embargo, coincidirá en que su soledad es incomprensible y que los acontecimientos vividos a lo largo del tiempo acentúan la despiadada soledad individual. La única forma posible en la que nos parecemos remotamente a los demás, fuera de lo que afirman los biólogos, los físicos y químicos, es que somos diferentes y que imaginamos y producimos reglas que crean, al menos, la ilusión de la convivencia. El optimismo, la energía consumida en pertenecer a grupos humanos que se diferencian por su actividad o por determinada razón, atenúan la soledad y crean comunidad pese a que esta sea ficticia en sus raíces.

Zweig escribió en la biografía aludida que es más sencillo narrar o dar cuenta de los hechos del pasado que de la atmósfera espiritual de nuestro tiempo; sin embargo, él lo logro, como lo hicieran los honestos escritos de Montaigne o el estilo extraordinario de Emerson. Como somos lo que somos en vez de ser otros hay que intentar el buen trato, la cordialidad, la gentileza. Otro escritor, según mi opinión menos elegante en la belleza de su escritura, Robert Musil, escribió con razón que el saber; la libertad (psicológica, no política); la osadía y la inquietud de espíritu; el placer investigador; la franqueza y la responsabilidad forman comunidad, ese espacio en el cual uno se halla acompañado estando solo, aun sin ser como es el otro o los demás. Es posible que de una pregunta —como la que acabo de hacer— demasiado nebulosa, uno pueda obtener conclusiones incluso para reparar el lavabo donde otros se lavarán las manos.

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