Escribo: “Muerto el escritor se acabó la rabia”. Porque de una forma que no es sutil considero al escritor un perro cuya rabia lo hace, en esta época, levantarse de la cama y continuar mordiendo, contaminando, trocando el curso de los huesos. Y yo no quiero un hueso, quiero una presa. Los perros de esta clase no hacen vida social literaria o ascienden escalones en su carrera. Su “carrera” es en círculos.
Cuando me refiero a un escritor extiendo el oficio a cualquiera que utilice el medio de las palabras para expresarse, pensar, opinar o exhibirse, ya sea en un libro, una columna o cualquier otra clase de ventana. Hago a un lado la noción de Milan Kundera de que un escritor sólo debe rendirle cuentas a Cervantes. Todo aquel que escribe en una publicación tendría que hacerse una pregunta, por decoro o aseo ético: “¿Qué clase de valor o sentido poseen mis escritos tal que merecen ser expuestos al aire?” Dicho de otra manera: ¿cuál es la motivación de mi expresión pública? ¿La introspección, el deseo de aplauso, el dinero, la necesidad de transformar el entorno, el beneficio personal?
La criminalidad, la corrupción impune, la descomunal repartición de la riqueza y la desaparición del hombre pensante han puesto fuera de cauce la noción de Estado y, por tanto, la posibilidad de un contrato social que despierte la confianza entre los vecinos o entre quienes forman la familia civil ampliada. Es debido a esa razón que uno amanece con rabia, desazón, rencor y con la sospecha de que el futuro se ha
desintegrado en sólo unas cuantas décadas. Hoy sabemos que en el teatro social la gran mayoría somos actores secundarios, prescindibles, sombras comunicadas, aberraciones pasajeras. ¿Por qué creen ustedes que el escritor muerde y expande su rabia? A veces lo hace todavía atado a una esperanza, y otras por pura gimnasia epistemológica. Si un escenario tal como el que describo es posible, entonces la pregunta de “¿Qué sentido tiene o para qué le sirve a los demás mi escritura pública?”, es, al menos, honesta y urgente.
Hace unos días me encontré con el libro de Viviane Forrester, El horror económico (FCE; 1997); y es por ello que la rabia antes descrita se avivó un poco más de lo normal. Desde que leyera Desobediencia civil, de Henry David Thoreau, no me encontraba con una escritura rebelde, peleonera y sabia. Recalco sabia porque la filósofa y escritora francesa (París; 1925-2013) ofrece las conclusiones de toda una vida de observar, pensar y sufrir, sin adornos de retórica científica. Escribe, fuera de amansar su lengua: “Es un hecho que la riqueza de un país no conduce forzosamente a su prosperidad. Ésta corresponde a la riqueza de unos pocos cuyas propiedades sólo están localizadas en apariencia en un patrimonio o masa financiera nacional”. La pregunta que brota de esta afirmación es sencilla de exponer. En vista de que el Estado ha dejado de existir ¿a quién beneficia el crecimiento económico? ¿Crecer? ¿Para quién o en beneficio de qué porción del supuesto país? Forrester observa a su alrededor y se percata de que es la ganancia, no el trabajo, el impulso primordial de las sociedades actuales. Y que el empleo se ha convertido en una aberración en la medida en que supone un bien cuando en su gran mayoría no es más que un paliativo para que los miserables crean que pertenecen a una sociedad. Al respecto dice: “Una ínfima minoría, provista de poderes excepcionales, propiedades y derechos considerados naturales posee de oficio el derecho de vivir. En cambio, el resto de la humanidad, para merecer ese derecho tiene que demostrar que es útil para la sociedad, es decir para aquello que la rige y domina: la economía confundida más que nunca con los negocios”. Útil, en la opinión de Forrester significa rentable. Y la sociedad es ese “mundo que vive gracias a la cibernética, las tecnologías de punta, el vértigo de lo inmediato”. La desaparición de trabajos reales —los que llevan al progreso del trabajador, le dan propiedades sin esclavizarlo, libertad de movimiento, seguridad y cultivo de sus habilidades en aras de obtener cierta humanidad— “hace que la miseria le proporcione ganancias a las ganancias”.
“Apenas alguien se atreve a murmurar reservas hacia la hegemonía de una economía mundializada, abstracta, inhumana, en seguida le cierran el pico con los dogmas —económicos, estadísticos, científicos— de esa misma hegemonía en la que estamos atrapados”. Tomando en cuenta a esos miserables “es sorprendente que el hecho de no seguir pagando deudas sea tratado como un crimen”: tratado como un crimen y no como una contingencia normal en sistemas de abuso económico sostenido en el poder de unas cuantas personas y empresas. La rabia de Viviane Forrester se fortalece en la literatura —vía un estilo provocador y sin ninguna reserva pasional— y en la observación perspicaz, en su conocimiento filosófico y en su hartazgo social. Uno se cansa de leer tanta crítica acomodada y predecible (que además se dice bien informada), se cansa uno de explicaciones y tretas políticas cuando, apenas sales a la calle, la realidad te cae encima. Si bien el libro de Vivian Forrester ha cumplido 20 años, es una muestra de que no se ataca siempre a la globalización depredadora desde sus mismas instancias y espacios, sino desde el temperamento, la imaginación, la libertad individual y la honradez del juicio. Aun cuando estemos conscientes de que casi nada cambiará en la guerra contra la miseria, la corrupción y el crimen; a fin de cuentas, diría un trovador, el sufrimiento dura siempre y la felicidad apenas unos momentos.