“Sólo es historia lo que no es futuro”, escribió Félix de Azúa en su breve libro El aprendizaje de la decepción. Se trata, el libro, de reflexiones acerca del arte, pero su lectura me ha llevado más allá de lo meramente estético y me ha despertado y reafirmado algunas certezas. Lo original se esconde y es difícil liberarlo de su caparazón hermética; en cambio, la masa muerta se exhibe, el “artista” nos sepulta bajo sus creaciones maternales (ventrales): quiere trascender, mostrarse, formar parte de la historia. Y no sólo lo hace el artista consciente de su papel; en cualquier conversación escuchada al azar los hablantes se enorgullecen de expresar alguna sentencia “sabia”, buscan el aplauso y se bambolean en su asiento como gallinas incubando huevos de oro; remueven el trasero y por unos momentos la silla se transforma en un nido trascendental y el estruendo del aleteo reina ante los espectadores. Por unos instantes se han transformado en historia y sus palabras serán repetidas o recordadas por otros. Se transforman en parte de la historia y cancelan su futuro en cuanto ahora se han vuelto un mito inmóvil: han ingresado al museo de los acontecimientos: son historia.
Sucede todo el tiempo; compararse con los otros es el principio de la infelicidad. Nunca seremos el otro, sino sólo conceptualmente. Y es el hecho de esta soledad lo que no puede evitarse: los seres humanos forman sociedades para olvidar su condición de piedras en medio de un desierto. Lo he dicho: los jóvenes no son el futuro; son el pasado, lo que ya ha sido, lo ridículo: son las eternas papas en el sartén. Y tal condición se hace explícita cuando te tiran su conciencia de la juventud en la espalda o la vociferan en tu rostro. Alain Finkielkraut se quejaba, hace varias décadas, del ruido producido alrededor de la juventud, pareciera que estamos ante extraterrestres —decía—, es como si acabaran de descender de unas naves espaciales para poblar y dominar la tierra. Y es que si los jóvenes son la historia es que carecen de futuro. Y podemos extender esta pantomima hasta los más sinuosos rincones. En cuanto alguien considera que es o forma parte de la historia es que, de manera sustancial, le ha dicho adiós al mañana. En realidad, todo esto resulta un poco triste y despierta la piedad y la ternura. Yo he dejado atrás el entusiasmo de la contienda argumentativa entre amigos; sólo disfruto de su presencia y de su peculiar forma de pensar o vivir; en cuanto una discusión comienza se hace patente que el beneficio de la compañía desaparece; sin embargo, la conversación social alarga la vida y permite la supervivencia —H-G. Gadamer—; el lenguaje entretiene y su metáfora y cualidad impredecible y no científica es un hecho demasiado humano; forma comunidad y hace que la literatura sea filosofía, entretenimiento metafísico, continuación, teatro de las pasiones. El siglo XIX inventó la conciencia histórica; flaco favor, diatriba irresoluble en cuanto nos hace formar parte de un ejército de la verdad. La conciencia histórica nació muerta: ¿qué mujer puede hablar en nombre de todas las mujeres? ¿Qué obrero puede hablar en nombre de todos los obreros? ¿Por qué un religioso nos embarra en el rostro la verdad eterna de su dios? ¿Y dónde queda la diferencia? ¿Y dónde el sentimiento individual o la circunstancia parcial? ¿Por qué un nihilista o posmoderno clama en nombre de la destrucción y el declive de la historia? “Es verdadero porque es absurdo”, exclamaba Tertuliano. Al menos este teólogo medieval intentaba hacer de la contradicción el sustento de lo verdadero, no para engañar, sino para creer. Conforme pasan los días me convenzo de una obviedad; el cambio es aparente, pero es necesario si uno quiere soportar el peso de la inmovilidad. El conservador, en cambio, sabe que el tiempo lo destruirá y lo llevará a arrepentirse de su deseo de eternidad. Nada se mantiene en el tiempo. Los poetas románticos lo han sabido siempre y por ello se aferran a la fantasía del instante. Hace unos días viví una jornada memorable —me la merezco— y tal es la razón de que la haya perdido para siempre. ¿Fue una alucinación? Sí, probablemente. No narraré mi aventura para no tornarla historia y aniquilar de esa forma el futuro. Olvidaré que, por unos instantes, sentí que el todo transitaba en mis venas.