Cuando en alguna entrevista le preguntaron a Richard Rorty cuál era la principal virtud del ironista, respondió que la tolerancia. Abrir los oídos y aceptar que existen distintos puntos de vista para valorar las cosas del mundo es una buena manera de habitarlo. En mi columna pasada “Contra la verdad”, me refería, quizás de manera confusa, a la convicción que despierta en algunas mentes la certeza de poseer la verdad acerca de un hecho o de una circunstancia compleja. En realidad lo que intentaba hacer era algo muy simple: atacar desde la subjetividad los dogmatismos de cualquier origen (científicos, filosóficos, históricos, etc...) que dan la espalda a la conversación y cierran los ojos ante la diversidad de la perspectiva humana (sin equivocaciones no sabríamos cuáles son los aciertos). Hacia yo una defensa de la visión pragmática que ayuda a pensar de manera eficaz como resolver los problemas que aquejan a los seres humanos, indefensos frente a las tiranías del mensaje redentor o de los argumentos definitivos. Tengo derecho a intentar que exista un poco de orden y bienestar en el mundo que me rodea para que me dejen en paz. Sería un dislate negar la Historia como una disciplina de la memoria social, pero me parece inadecuado adjudicarle contenidos de valor absoluto a hechos que ocurrieron en el pasado. Yo leí los libros de Suetonio y de Heródoto —por ejemplo— como relatos o historias de su tiempo, pero no los transformé en biblias. Para mí eran novelas. Leí con devoción de iletrado a Edmundo O’Gorman y tanto en su Invención de América como en La idea del descubrimiento de América, descubrí la influencia de la filosofía —Heidegger— en sus consideraciones generales sobre lo que significa una verdad histórica. La Historia es también una ideología y no puede apartarse del devenir moral humano. Recuerdo que el día en que murió O’Gorman tomé mi primer y único ácido. En ese momento yo poseía una mente dogmática y me resistía a entregarme a nuevas experiencias de la percepción que no provinieran del arte o de la literatura. Así también he dejado que el DMT continúe su camino sin afectar a mi humilde persona. Recuerdo también mis conversaciones y amistad con Joaquín Sánchez McGregor, filósofo miembro del grupo Hiperión y, en aquel entonces, director de posgrado en la Facultad de Filosofía de la UNAM. Lamento no haber estado a la altura en las discusiones, pero le agradezco haber escuchado y soportado mis disquisiciones juveniles. Él no me tiraba de a loco.
¿Cómo se llega a ese lugar mítico e irrefutable en las teorías o concepciones de cualquier disciplina del conocimiento? No lo sé, o al menos no he sido convencido de que tal cosa sea posible. Calculo que lo que hacemos es creer en una hipótesis o teoría y la imponemos a los demás a la hora de discutir o actuar. No me parece irresponsable suponer que, sobre todo, en cuestiones políticas, sociales, éticas o de interpretación histórica existe más de un vocabulario y una sola visión, y que el solo hecho de aceptar lo anterior es un buen comienzo para afrontar los problemas del parque o zoológico civil. Hace apenas unos días varios policías enlatados en sus nuevas patrullas me hostigaron cuando llegaba a mi casa e intentaron, como es su costumbre, encontrar algún pretexto para asaltarme. No se los di y más bien los increpé y reclamé su ausencia de pudor y compromiso con los habitantes de la ciudad. Yo soy alguien que suele caminar a altas horas de la noche y por lo tanto parezco presa ideal de la rapiña. Por esos mismos días me enteré, vía los diarios, que 10 mil burócratas (o una cifra parecida) serían lanzados a la calle y tal acción se anunciaba como algo beneficioso para la sociedad. Me pregunté por el destino de sus familias, por su repentino desamparo y no logré imaginarme el grado de rencor social e impotencia que los despedidos en masa debían sentir. ¿Acaso no se podría reubicarlos, modificar sus funciones, volverlos eficaces y, en suma, protegerlos? Creo que si estos burócratas no son unas lacras corruptas ingobernables es posible hallar caminos de reubicación que no aumenten el deterioro o azoro social causado por el desempleo. ¿A dónde voy? Los nuevos policías montados en sus patrullas relucientes son los mismos de siempre. Los viejos burócratas también lo son y a ninguno de ellos es posible borrarlos de un manotazo ideológico u ocurrente. Habría que observar, comparar, analizar, construir hipótesis y establecer soluciones alternativas a la picota pública. Para todo ello sirve ir contra la verdad dogmática e impuesta como único horizonte y ser pragmáticos en los asuntos sociales. Pero uno le habla al viento y este apenas si responde. Creo que buscaré una segunda dosis de LSD.