“El demonio camina en línea recta y evitar lo derecho es un modo de burlarse de los demonios”. ¿Un proverbio chino? Así lo encuentras en "Fuego en las entrañas", la noveleta que en 1981 escribió Pedro Almodóvar e ilustró Javier Mariscal, en Ediciones La Cúpula. Obtuve este libro de las entrañas de un clóset, en donde apilo varias cajas de libros que leí y después almacené, aunque no precisamente con el propósito de olvidarlos. Por alguna razón los libreros me irritan, me acosan sus inquilinos, presenciar al maniaco ejército de títulos, ordenados, inmóviles y a la espera de ser consultados o releídos. Los prefiero en el piso o tirados sobre la mesa tomando el sol de la oscuridad. La novela referida es una ofrenda al desparpajo y a la narrativa gestual y ocurrente: la historia de un hombre chino que se suicida como venganza por el abandono de todas sus amantes. En la contraportada se lee: “Espionaje, sexo, feminismo, obesidad y asesinatos en un relato repugnante. El lector se arrepentirá mil veces de haberlo comprado”. Si los demonios caminan en línea recta, marciales, eficaces, coherentes, imperturbables, insobornables, entonces es absolutamente necesario burlarse de ellos y tomar atajos, esconderse, desviarse y evitar a toda costa la corrección moral que imponen los intolerantes. Pero si el demonio copia nuestra estrategia y finge ser casual y disperso, franco, uno tendría que ser hipócrita también y mantenerse en posición de alerta, caminar en línea recta y así mantener viva la burla y el arte de pasar inadvertidos. En todo lo anterior he pensado mientras miraba las ilustraciones de Mariscal y leía algunos fragmentos de lo escrito por Almodóvar.

El final del camino se aproxima emocionante, pero no seré más que otro lánguido bulto que se afilia al gremio de los cadáveres: único sindicato incorruptible. He consumido y bebido tantas sustancias que me aburro, tal vez porque no les otorgo ningún sentido ritual, ni las idolatro o porque tampoco las considero  trascendentes para la creación. Son sólo una afición más, un amor amargo, ¿qué más? Mis cocteles no poseen nada de especial, sólo intentan que la bestia se tranquilice y que continúe cargando su propio cuerpo. Hay un relato ("Inmanejable") de Lucía Berlín en el que una mujer necesita beberse un trago ya que su mundo amenaza trastornarse si no siente el líquido pasar por su garganta y mantener vivo el fuego en el estómago. En vista de que la licorería aún se encuentra cerrada y sus hijos despertarán en cualquier momento ella se dice a sí misma: “No pienses, por Dios, en qué estado estás o te morirás, de vergüenza, de un ataque”. Una vez que ha conseguido una anforita y el líquido bello y alucinante ha entrado en su cuerpo la mujer “se echa a llorar, de alivio por no haber muerto”. El templo, la licorería, ha abierto de nuevo sus puertas y ha salvado a otra alma en pena. Los relatos de Lucía Berlin no son capaces de decepcionar a nadie y su espíritu corre libre y perturbado dentro de sus páginas.

La angustia, la perturbación acechante, el júbilo inesperado amenazan mis días. Aun así, espero que la incorrección moral continúe en los alrededores, paso a pasito, siempre que el enemigo sea cualquier clase de fundamentalismo o extremismo que se crea capaz de determinar qué es lo “mejor” para todos. El “todos” es una aberración de la mente. Susan Sontag exhortaba a los enfermos, en su libro "La enfermedad y sus metáforas" (Punto de Lectura; 1988), a informarse, a ser individuos activos y a no considerar la enfermedad como un castigo, un demonio o una maldición. Sabía que el miedo social a una enfermedad sirve más a la religión que a la salud. Por otra parte, y aludiendo a los fundamentalismos actuales, creo que los activismos sin inteligencia o sentido de la proporción han hecho fracasar las revoluciones más necesarias; han saturado de lodo los cristales y han transformado la ceguera en un sentido ideológico propio para la acusación y el juicio estricto. Es saludable torcer un poco el camino para despistar al diablo.

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