A cierta edad, como la mía, no se debe dejar de beber. Lo que tendría que hacer uno es dejar de comer. “Pongamos nuestra esperanza en el espíritu eterno que destruye y aniquila sólo porque es la fuente insondable y eternamente creadora de toda vida. El impulso creador es también un impulso creador”. Tales palabras son de Mijaíl Bakunin, el apasionado anarquista que bebía brandy como si fuera agua de limón, comía tal como si dentro de él viviera un ejército de soldados hambrientos, hablaba hasta que su lengua se quedaba dormida, y fumaba como si lo fueran a fusilar todos los días. No me cabe duda de que el impulso destructor es creativo y que los ataques continuos a lo que odiamos a amamos no son más que muestras de vida, del arte de vivir. Sin embargo, comúnmente vivir significa oponerse a este impulso, asumir la mediocridad, el pacto, la conversación y postergar la muerte y apaciguar ese impulso que nos lanza hacia el centro del caos. Un ejemplo: nadie encontrará algo así com o un tema o un escrito acerca de algo en esta columna, de manera que es muy prudente alejarse de inmediato de estas letras ya que quien pregunta ¿de qué trata esta columna?, no es apto para lo que aquí se intenta decir. Suelo ofrecer esta advertencia en todos los libros recientes que he escrito. Aquí no encontrarán lo que esperan encontrar. Esto es un rodeo sin centro. No es poesía. Es una estricta forma de intentar retomar el impulso creativo vía el constante simulacro del caos. Es retomar la fuerza vital de Bakunin —por ejemplo— para mantenerse en pie. Yo trato a mis amigas como si fueran todas versiones de Audrey Hepburn, y así estoy contento, y ellas también, puesto que sólo las mentiras construyen un amor leal y respetable. ¿Es una locura? Sí; Thomas Carlyle llegó a decir en sus conferencias sobre Los héroes, que Racine había muerto porque Luis XIV le dirigió una severa mirada. Si ello fuera posible y yo encarnara en un Luis XIV contemporáneo ya habría aniquilado a la porción de la humanidad más nefasta; pero los habitantes de esta porción no se inmutan, pues además están muy lejos de poseer la sensibilidad de Racine. El mismo Carlyle dice que no se puede saber si uno no es capaz de adorar. De lo contrario el conocimiento no pasa de pedantería. Algo así escribí en mi columna pasada, pero evité el adorar —no soporto a los prosélitos— y me incliné por el odiar apasionado, el sentimiento pleno, el impulso destructor creativo. ¿Pero a quién le importa eso? Todos quieren... un tema. No he citado a Bakunin en vano, ni tampoco a sus vicios, pero hoy me abstendré de bosquejar su anarquismo, su fobia por el Estado autoritario o de adentrarme en sus escritos filosóficos.

Quien da vueltas alrededor de un tema es un loco, pero un loco sensato, ya que de esa manera mantiene su vida en paz. No le veo caso a acumular conocimiento si no se despilfarra (como el dinero) y se olvidan, en lo posible, los nombres y las definiciones, las filosofías enlatadas y canónicas que abundan en el parque temático humano. ¿Qué duele más que una convicción? Es peor que el dolor de vesícula. Uno da opiniones para pasar inadvertido y tal estrategia me parece insólita y efectiva. Hacer notar la presencia de uno con la finalidad de desaparecer. La presencia es la huella de una ausencia necesaria. Si llamara a esta columna el arte de vivir o la vivencia humana del arte, todos respiraríamos más tranquilos dado que el tema ya está planteado y próximo a desarrollarse, ha asomado las narices, le hemos visto finalmente el trasero. No es así; lo obvio no es precisamente lo obvio. Quien haya leído a Kant debe sentirse muy seguro de sí mismo porque la crítica sostenida en juicios inmutables y propuesta por el célebre filósofo de la libertad condicional es un entretenimiento conceptual que nos entrega un piso donde caminar en lo que suele llamarse conocimiento, nos obsequia con dogmas racionales que se imponen a la vivencia empírica, a la vida de cuartel, a lo mal vestido. Y me pregunto ¿cuál sería el anti-conocimiento? No lo hay, en definitiva, pero establecer un método para conocer y plantear un tema determinado en un libro o una columna se acercaría mucho a ello: al cómodo vacío.

¿Cómo se pierden los prejuicios? De la misma manera que se forman, en un rincón del tiempo (que concentra todos los tiempos posibles) y entregándose a ellos sin oponer resistencia alguna. Se finge porque se vive. Es posible pensar que no existe juicio más allá de aquello que lo determina: la raíz, la tradición, el mito, el trauma fundamental, el deseo dominado y transcrito en leyes explícitas y no explícitas, todo esto requiere de la invención de un objeto o espejo deformado, o criatura. Espero no haber sido demasiado confuso, pero ¿quien acomoda los tallarines en el plato? A partir de mis siguientes columnas me concentraré en temas precisos y me reconciliaré con ustedes. Basta de divagar.

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