A mi regreso a la Ciudad de México, luego de dos meses de ausencia, no pude menos que desconocerme. ¿Quién era ése que iba y venía a placer en mi nombre? Un testarudo. Un no uno. Ya instalado en el valle de Anahuac ese no uno se imaginó cierto diálogo entre un posible anarquista y otro hombre al que llamaré resignado. Me pareció evidente que los diálogos que tenían lugar en mi mente guardaban escasa relación conmigo. Los personajes que discutían dentro de mi cabeza eran indistinguibles en su físico e incluso en el tono de voz. No podría precisar si tomé algún partido en la discusión, a pesar de que —como creía Schopenhauer— he llegado a pensar que la resignación y la renuncia absoluta al juicio tajante es el más alto grado de sabiduría al que puede llegar un pensador o un filósofo. El anarquista descrito líneas adelante, representa el movimiento que intenta vencer la gravedad de su mundo y que deplora seguir el curso de las piedras. Pero ambos personajes se encontraban, a fin de cuentas, solos; por más gritos y proclamas que el anarquista exclamara sabía que la derrota misma lo hacía luchar, obtener una fuerza extraordinaria de sí mismo, de su incapacidad de alcanzar aquella santidad canónica de su resignado amigo. Aquí el diálogo.
Resignado: Buscas que la gente se comporte como deseas: a tu semejanza; en eso eres como cualquiera. No aceptas la realidad compartida. Yo tengo miedo a morir y no me apena confesarlo.
Anarquista: Me parece que ya estás un poco muerto. La docilidad con la que aceptas las órdenes más abstractas de personas que ni siquiera conoces es señal de inanición. A ti puede gobernarte cualquiera, sólo fórmate en la fila y sigue las instrucciones. Ojalá pudiera creerte, pero tú no tienes más libertad y vida que un betabel, te las han quitado, o al menos manoseado.
Resignado: Tengo la obligación moral de sobrevivir en cualquier condición; tarde o temprano vendrán tiempos distintos. No sé si mejores o peores. ¿Quién puede saber algo así? Por lo pronto, el único futuro que tengo es mi presente. Como te darás cuenta, tu anarquismo no me conmueve.
Anarquista: No sé qué comprendas tú por anarquismo; Stirner, Proudhon o Bakunin, quizás algo de tus lecturas de Tolstoi o de Thoreau. O probablemente sólo tengas una etiqueta pegada en tu mente, como la mayoría. No necesitas usar tapabocas; lo tienes puesto de todas formas. Ni siquiera eres capaz de administrar tu propia salud; yo sé qué hacer y cómo comportarme cuando estoy enfermo. Tú necesitas leer las noticias, sumarte a un protocolo y seguir a la manada. Y si te comportas así en lo relativo a tu salud, no quiero imaginarme en qué consiste tu “libertad”.
Resignado: Tal vez no te interesen las noticias o la voz de los expertos porque tú impones la realidad a las cosas.
Anarquista: Eso lo hacemos todos; no se puede juzgar desde ningún lugar; la
imparcialidad es un absurdo conceptual. Ni los padres aman de la misma forma a sus hijos. Tú tienes un negocio cerrado hace cuatro meses, si mal no recuerdo.
Ya te jodiste; ¿por qué no lo abres? Haz uso de tu libertad. Y si lo clausuran o te detienen no cambiará nada. De todas maneras, tu negocio está cerrado y tú a punto de la ruina.
Resignado: Los seres humanos sobrevivimos porque tenemos reglas y las respetamos. Eso no lo comprendes bien, pues cuando una regla no te gusta o no te conviene no la acatas o utilizas argumentos para desestimarla.
Anarquista: ¿Y no se trata de eso la libertad? Las cifras no me dicen nada; yo no conozco a nadie que haya muerto por esta enfermedad y modificado mis sentimientos. Las cifras no poseen una realidad íntima que perturbe mi vida; la única realidad es la que percibo y puedo medir y conocer. No te sugeriré leer a Hamann, Vico o Herder porque no los vas a leer. Abre tu negocio, tienes derecho, te lo has ganado. Ten un residuo de dignidad. Sé cuánto sufriste para abrirlo y mantenerlo. Cumpliste las reglas; ¿y de qué te ha valido?
Resignado: Las teorías son sencillas para ti. Vives lo que imaginas.
Anarquista: Creo que eso también lo hacen todos. Sólo que imaginamos cosas muy distintas y yo hago todo lo posible para que no guíen mi imaginación.
Resignado: Yo sí lo permito, y no me importa coincidir con la mayoría de las personas, siempre que me encuentre de acuerdo. Puedo ser socialista o liberal o lo que sea, pero sobreviviré. Y, sobre todo, no me jactaré de ser un hombre libre. Eso es una tontería.
Anarquista: hace unos días imaginé un socialismo sin líder (los líderes estorban a la creatividad y se vuelven tiranos), pero me acerco más a Proudhon que a Bakunin, en todo caso; pero tú requieres un führer, un lazo que te lleve por el camino correcto. Abre tu negocio o mañana te arrepentirás. Yo seré tu primer cliente.
Resignado: No, gracias. Molestarías a la clientela que sigue las normas, como se debe. Estoy quebrado, sí, pero habrá que volver a comenzar. Las catástrofes inesperadas justifican la resignación.
Anarquista: pues resígnate a perder tu negocio. Cercos, distancia mínima, cubre bocas, confinamiento, semáforos, carajo. La disciplina militar ha llegado para quedarse. ¡Firmes, soldado! ¡Valore la vida y quítese la suya!
Resignado: Búrlate, pendejo, pero te diré algo más. También estoy resignado a la existencia de personas como tú; en cambio, tú no toleras mi comportamiento y me desprecias. No sé que esperas de tu rebelión inocua. ¿Quién iba a decirlo? Tú sí que eres un optimista.