Hace ya casi dos décadas murió mi madre. Intento olvidar números, calendarios y procuro no caer en la costumbre de asociar el pasado a una época determinada. Todos los tiempos conviven y se entrelazan en un suspiro, en el paso de una larga caminata, en el escribir la palabra más innecesaria de una novela. Yo le he sugerido a unas cuantas personas que se suiciden, luego de escuchar atentamente el relato de sus penurias y de sus sufrimientos. Mi sugerencia no es malvada ni contiene en sí alguna dosis de pesimismo, simplemente es práctica y una invitación al último suspiro. El mundo se halla plagado de personas monstruosas, salvajes o repugnantes que representan, como me gusta decir, una reiterada ofensa a la luz. De vez en cuando tenemos la suerte de encontrar a un ser noble o simpático, pero se trata de un engaño, un sueño edificado desde la esperanza y los buenos deseos. Y lo más probable es que se trate de un perro o una marmota y no de un ser humano. La única manera, o la más eficaz, de acabar con los tiranos, los depredadores del sentido común, los criminales, es matándose uno mismo; entonces ellos desaparecerán, si es que tenemos suerte. No soy, de ninguna manera, un apologista del suicidio, y yo mismo no lo llevaré a cabo en un tiempo demasiado próximo, pues es posible que, sin esperarlo, de pronto caiga un buen libro en mis manos y me deposite de nueva cuenta no en otra realidad, sino en el sueño.

Recién he descubierto un libro cuya existencia reafirma mis palabras anteriores. Lo tenía yo abandonado en un librero y de pronto me pareció ver un objeto desconocido entre el resto de volúmenes de todo color y tamaño. Es, por demás, un libro famoso y su autor, Romain Gary (1914-1980), posee una biografía en extremo curiosa o, más bien, fuera de lo común, pese a haber sido diplomático, es decir un experto en la alta hipocresía. La novela se titula La promesa del alba y es un relato auto biográfico cuyo énfasis mayor se encuentra en la relación que desde niño este escritor tuvo con su madre. Es, a raíz de esta lectura, que he recordado a mi propia madre quien, si soy honesto, no esperaba demasiado de mí. Podría decir que su amor hacia mí resultaba totalmente natural y no se hacía ilusiones con algún tipo de correspondencia futura. Ella, humilde como fue, sólo se conformaba con mi presencia y las historias que yo fraguaba y le narraba cada vez que llegaba a casa después de un día de clases. La madre de Gary, en cambio, colmaba a su hijo de halagos, aliños y aspiraciones futuras; no le cabía la menor duda de que su hijo sería un gran artista, una persona importante, un gran artista o escritor, que se vestiría en Londres y sería reconocido en Francia y el resto del mundo, más allá de las fronteras de Rusia y Polonia países donde transcurrió la niñez de Gary. Escribe Gary: “Con el amor materno, la vida te hace al alba una promesa que jamás se cumple. Después nos vemos obligados a comer frío hasta el final de nuestros días.

Después de él cada vez que una mujer te abraza y te estrecha contra su corazón ya no son sino pésames”. Y, en seguida, matiza el párrafo aclarando que él no ve mal que las madres quieran tanto a sus hijos, sino que vale la pena que las madres tengan otra persona a la que amar. “Si mi madre hubiera tenido un amante no me habría pasado la vida muriéndome de sed junto a toda fuente”. Es decir, incapaz de colmar su sed al lado de otras mujeres.

Esta novela ha significado para mí un hallazgo inesperado comparado con los que me depararon El desencantado, de Budd Schulberg, Berlin Alexanderplatz, de Alfred Döblin, El periodista deportivo, de Richard Ford y otras novelas que me despertaron unos momentos del letargo al que te condena la irreparable vida cotidiana y los engendros humanos que suelen poblarla. Romain Gary se suicidó en 1980 un año después de que lo hiciera su esposa, la actriz Jean Seberg. Ojalá que la muerte haya cumplido aquella promesa que al alba le hiciera su madre.

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