Aún tiemblo cuando escucho esa perturbadora frase: “Regreso a clases”. Volver a la celda, al amansamiento y a la necedad de los profesores. En sus memorias Thomas Bernhard, el escritor amargado por antonomasia, narra el entusiasmo de su abuelo cuando el nieto se ausentaba de clases, seguía los pasos de su imaginación, de su aventura, y quebrantaba la rutina. Y, sin embargo, hay que educarse: trabar amistad o pelea con el lenguaje, abordar el mundo, pues no sabemos si hay alguna persona a la que nuestra bestial presencia llegue a ofender. Hay que educarse, no nada más para conocer los códigos civiles, constituciones o leyes que organizan a los humanos, sino para cambiarlas. Lo que en mi niñez me causaba temor, desazón y abulia no era la educación o el conocimiento, sino la escuela. ¿Cuántas toneladas de escuela es capaz de soportar un ser sensible? He conocido a personas que no podrían comprender su estadía en el mundo sin la existencia de escuelas. Las he visto incluso perecer en su vejez ligados siempre a ellas. Y, sin embargo, hay que organizarse. ¿A qué costo? Hacer fila como criaturas de rastro puede llevarnos a enloquecer, pero la estampida salvaje, la educación muerta pasa sobre nosotros y nos atropella. Hacer fila, educarse, todo ello forma parte de la resignación de los seres ante lo social e inevitable.

El párrafo anterior me conduce a otra encrucijada. Digo sí la seguridad pública, no precisamente al ejército; prefiero a la policía regulada por ciudadanos educados que a los militares quienes sólo reciben órdenes y cuyos altos mandos no le rinden cuentas a nadie porque tienen las armas y el poder más ordinario y contundente. ¿Por qué armas en vez de libros?, se preguntaba Arnoldo Kraus en su columna pasada. Es una pregunta sencilla ya que es profunda. En lugar de educación, hay quien se inclina por la jaula y el azote; en vez de la reflexión y la charla civil, prefiere el despotismo militar y el orden incuestionable. ¿Qué es la guerra y contra quién? ¿Quién comanda a los ejércitos y cuál es su causa? La policía, por desgracia, tiene que existir puesto que ninguna utopía social o mental ha logrado desterrarla y los animales humanos desbordados de furia acechan los caminos y la tranquilidad. Pero un ejército sin rostro, que no da explicaciones, que aumenta su figura frente a la debilidad civil me parece aterrador, tanto como de niño me lo parecía la escuela. Y, sin embargo, hoy, en la última porción de mi madurez, sigo desconfiando de la milicia que debería someterse al acuerdo de la mayoría, es decir, al ritmo de los códigos civiles y de las humildes personas que no pueden enfrentar al poder marcial que las opaca y humilla supuestamente porque los protege.

Las utopías son ilusiones, no los acuerdos. Las escuelas no garantizan la educación, ni el ejército la justicia o seguridad. Y, sin embargo, hay que organizarse, educarse, ordenarse socialmente. No sólo para vivir unos días más, y conocer el mundo, sino para aceptar que no existen visiones únicas de la realidad (el realismo filosófico existe, claro, pero es una teoría). Nunca sabremos a quién le damos la mano y algo así lo muestra cualquier película barata inclusive. Le escuela y el ejército están a la mano, pero si se le dan vueltas al asunto resulta más importante conocer y sopesar su función, sus ideales, su lastre, y entonces decidir si nos conviene tal o cual clase de educación, policía o milicia. Una mínima dosis de escuela y milicia son suficientes para saber si deseamos que la educación y la seguridad se engendren o concentren allí. Alguna vez un político de altos fueros me sugirió leer una novela que, según él, fortalecería mi cultura; yo, jamás ofendido, y al contrario agradecido, le sugerí leer la Constitución mexicana, meditarla, reflexionar en ella.

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