“¡Educación de niño, la cárcel con cariño!” ¡Cómo sufrí la escuela primaria!: el ritual de mi madre levantándose en la madrugada para preparar un refrigerio, la inmaculada camisa blanca, los cordones de los zapatos negros bien atados, la mochila de cuero atiborrada de cuadernos y libros que apenas si leía, a no ser que fuera obligado por el maestro en turno a leer un párrafo en voz alta, acción que llevaba a cabo sin mayores problemas ya que mi madre me había enseñado a leer y escribir desde los cuatro o cinco años. Y pese a ello guardo buenos recuerdos, los primeros besos, el escarceo amoroso con mis compañeras, el futbol en el recreo, la pandilla de amigos impresentables, las primeras peleas, mi maestra de segundo año que lucía unas piernas extraordinarias y las cuales cruzaba como si en ese sólo movimiento se concentrara el saber de Newton y Cervantes, la dedicación de mi maestra de quinto grado, Alicia Medina, que se empeñaba en hacer de mí un niño letrado e incluso me compraba y obsequiaba libros ante la envidia del resto de los alumnos de mi salón. El edificio escolar, diseño que realizara el arquitecto Juan O’Gorman para un conjunto amplio de escuelas públicas.
Ahora sé que la educación no se restringe a una crujía temprana ni tampoco posee límites precisos, excepto si uno quiere realizar estudios especializados o dirigidos. Hacerse culto en física nuclear o medicina no se relaciona con el sólo hecho de ir a la escuela: es una labor de preparación intelectual orientada hacia determinadas finalidades. Los niños no son remolachas que uno debe cultivar para llevarlos a la mesa. Son personas y no creo que merezcan ser tratados como metáforas del futuro. Ellos también poseen un presente, como los viejos o los mayores. En su biografía, Thomas Bernhard escribe: “Los abuelos son los maestros, filósofos de todo ser humano, siempre descorren el telón que los otros cierran continuamente. Desde hace milenios los abuelos crean el diablo, cuando sin ellos sólo existiría Dios misericordioso”. Es así, si los abuelos no crearan al diablo entonces los niños vivirían en medio de una farsa esperanzadora, evangélica: serían los pequeños soldados del bien futuro. Finalmente, y a tal conclusión he llegado, es que la educación de un niño sólo consiste en ayudarlo a saber pensar y a sopesar su libertad para que una vez llegado el momento tome sus propias decisiones según su circunstancia. Si en vez de niños que piensen nos conformamos cultivando lechugas de la esperanza seríamos granjeros inflexibles y opositores de su potencial libertad. Guardianes siniestros de su condena. Si un carpintero enseña a su hijo los misterios de la ebanistería, se halla en todo su derecho, ya que finalmente es su hijo, el hijo de un carpintero; no requiere, el mozalbete, ser presa de una educación estatal, hegemónica o interesada. Si los padres deciden enviarlo a la escuela son también consecuentes ya que se encuentran dentro de los terrenos de una rancia tradición; pero la escuela primaria o elemental apenas si se relaciona con la educación del saber pensar. Allí va uno a conocer a sus vecinos, a experimentar las primeras pulsiones de la vida, a conocer su papel en la pandilla, a evitar el acoso de los padres, a recibir apodos y a ser blancos del escarnio animal, y de pasada acude uno a aprender algunos rudimentos para iniciar más tarde determinada clase de labor, oficio o profesión, sin embargo, al carecer de individuos que piensan por sí mismos la comunidad se clausura y se transforma, insisto, en el jardín de las lechugas con que se alimentarán los Estados y las empresas que requieren obreros autómatas a los cuáles dirigir en una dirección definida.
Es a los adultos, a los padres o abuelos a quienes, en todo caso, habría que educar. El desastre del México que ellos han edificado no se resuelve haciendo pasar la historia junto a un bello paisaje futurista ni criando clones. Una circunstancia económica y social que permita las diferencias y limite las barbaridades o el crimen es el mejor libro de texto que puede uno imaginarse. Los niños tienen derecho a gozar de los bienes de la civilización, del arte, la cultura, las ciencias, y aprender a pensar y sopesar por sí mismos el entorno en el que han sido depositados. Las matemáticas, en esencia, son una filosofía. ¿Cómo aprende uno a pensar? A partir de estímulos a la capacidad que se tiene para comprender las diferencias, criticar, realizar los bosquejos de una personalidad individual para fortalecer la comunidad, sufrir su circunstancia y gozar de la posibilidad de cierta autonomía. Ya la televisión ha intentado aniquilar durante las últimas décadas la imaginación de las personas, al igual que los emporios tecnológicos y la corrupción y ausencia de miras de los gobiernos en turno. La educación del niño está en otra parte, es una opción y privilegio de la sensibilidad humana, no un campo donde se siembran rábanos escolares.