Si se le mira desde una perspectiva no conservadora , el despilfarro posee una belleza esencial que vuelve menos burda la vida. Se altera la tiranía de la medida calculada y la moral de la mesura para invocar a la generosidad , el riesgo y la aventura. Se trata de un acto liberador, puesto que así se quiebran las normas que nos atan, no sólo a la prevención de un futuro calculado, acción que bien vista posee ese tenebroso halo de imposibilidad, sino también se funde uno con el universo, su dispersión y su visible heterogeneidad. Como sabemos, de la mano de Georges Bataille (1987-1862), el gasto inútil da lugar a una economía indomable ya que es imprevisible y sólo añade más vida a la vida, no al tiempo constreñido o a la tacañería que termina lastimando el espíritu.
Varios días atrás después de ofrecer cierta charla, una persona, acaso cercana a los sesenta años, se aproximó a mí para preguntarme por qué no hablaba yo normalmente con el propósito de que me comprendiera la gente común. En cierta forma me reprochaba el exceso de citas, más cierta dosis de palabras incomprensibles a las que, según su opinión, yo acudía a la hora de dirigirme a un público. Mi respuesta fue sencilla e inmediata: “Sucede estimado señor que soy un despilfarrador”. No exageraba ni estaba huyendo por la tangente, pues no está en mi persona cuidar el gasto de palabras o citas literarias o de otra clase. Ponerlas en circulación rompe las barreras que le impiden a un ser plenamente, fundirse con el caos en el que se vive y alimentar la desmesura . Me imagino a un Bataille que buscaba la bohemia parisina después de trabajar como archivero de la Biblioteca Nacional. Despilfarraba su energía nocturna luego de concentrarse en el reclusorio de los archivos y así quebrantaba la supuesta autoridad del tiempo, de los hábitos conservadores y durante las noches se lanzaba a las entrañas de un mundo menos homogéneo.
La riqueza carece de un sentido artístico y humano si no circula, si no pasa de unas manos a otras, y aún resulta más encomiable el despilfarro de quien posee apenas lo suficiente para cubrir sus necesidades básicas. Poner en jaque la cobardía a la que nos condena la pobreza . El manirroto quiebra los huesos de la mano estricta, del esqueleto enclaustrado dentro de los límites de un aparador. El lenguaje, tal como yo lo considero, es un bosque cuyas combinaciones son infinitas y yo no me atrevería a mantener dentro de un baúl ciertas palabras sólo por el hecho de que otras personas no las comprendan. Cuando me encuentro del lado contrario y siempre después de escuchar o leer una palabra desconocida acudo al diccionario y me satisface o estimula haber abierto un sendero más hacia la arboleda insondable del bosque narrativo.
Referirme al despilfarro en general contiene una omisión de mi parte: las instituciones públicas poseen la rígida obligación de evitarlo. Mi alusión tiene que ver con la persona o los individuos que experimentan la vida como una economía constreñida y dolorosa. Citar a escritores, científicos o artistas de toda clase es algo similar: uno espera que dicho despilfarro contagie a los demás, edifique metáforas liberadoras y aumente las posibilidades de comunión con el universo. El despilfarro posee una contraparte que debe pagarse o aceptarse: tarde o temprano la miseria a la que no se arriesga parecerá darle la razón al ahorrador o al acumulador de riquezas. El goce que implica la felicidad se transforma en penuria. No obstante, esa ausencia de “bienes” me indica que habré vivido o me habré liberado de una celda terrible e insultante. En el terreno erótico, en el amistoso, el gasto inútil es reconfortante y nos devuelve a un anarquismo original, primigenio, que tarde o temprano atraerá una dosis de dolor la cual tendrá también, imagino, que ser muy generosa: asumo las consecuencias.
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