Hay quien nace para no pertenecer a ningún lugar ni formar parte de ejército alguno, no sostiene una convicción que no pueda ser alterada o trastocada, y las posiciones éticas extremas le resultan casi siempre sospechosas, inútiles, o simplemente no le conciernen. Estaríamos hablando de un ser extraño por naturaleza, de alguien cuya conducta no puede predecirse y cuyas ideas flotan en el aire como un rebaño de nubes. El filósofo palestino Edward W. Said lo comprende a través de las palabras siguientes: “Una situación de marginalidad que puede parecer irresponsable o frívola, te libera de tener que proceder siempre con precaución, temeroso de echar por tierra los planes de alguien, angustiado por la situación de otros miembros preocupantes del mismo ámbito”. Sin embargo, para Said, un comportamiento así no te convierte en un desahuciado moral; simplemente muestra que haces amistad con los viajeros, los indomesticados, los amantes de la innovación y del riesgo, tanto como de los excluidos “del statu quo autoritariamente garantizado”.

Continuaré imaginando al ser desarraigado o exiliado de posturas o convicciones éticas inamovibles. En un principio concluiré que su temor lo sobrepasa y una manera de atenuar ese miedo es adherirse a dogmas absolutos. ¿Temor a qué? Quizás a no saber algo con toda certeza; o a vivir; o a que le haga daño comer un pastel; o tomar de una botella de vino; o de ser traicionado. No obstante, quizás, no se trate de un ser medroso, sino al contrario, hablamos de un ser valiente y arriesgado, sólo que no le despiertan mayor emoción las convicciones rígidas o los ideales de piedra. Un caso contrario puede ayudar a imaginarnos de qué clase de materia ética se encuentra formada esta clase de personas. No lo sabemos: es un hecho que no puede ser explicado.

Hace unos días leí la novela del escritor noruego, Knut Hamsun, Por senderos que la maleza oculta (antes leí Hambre, Pan, etc...) y me conmovió de una manera inexplicable. Sé que fue premio Nobel de literatura, y que ya viejo hizo loas a Hitler y al poder alemán (impulsado también por el odio que expresaba contra Inglaterra), de manera que le dedicó su premio a uno de los dictadores más ofensivos que hayamos conocido en los últimos tiempos. Fue acusado de traición a la patria y encarcelado, y finalmente exonerado puesto que un escritor de esa altura puede decir o escribir lo que se le dé la gana. Y ya afrontará sus consecuencias, como la de ser recluido, durante su vejez —en el caso de Hamsun— en un hospital psiquiátrico. A pesar de todo, cuando uno lee sus novelas se siente liberado, o al menos se ve a sí mismo afrontando una literatura libre y estimulante. La idea del ser extravagante, extraño, o por lo menos la noción de quien se mantiene alejado de los dogmas éticos generales me parece seductora. Y aquí nos enfrentamos a una pregunta que vale la pena hacernos, según yo: ¿mi idea del bien vale tanto como para hacer el mal? Creo que es una pregunta íntima, moral, y que tiene que ser respondida de manera individual. Yo no conocí a Knut Hamsun, sino a través de sus novelas, y de ningún modo, si me hubiera encontrado en su caso (imposible), le habría dedicado mi premio a un dictador obsesionado como Hitler; sin embargo, lo comprendo, y me digo: ¡mantente fuera de los extremismos! Goza de tu extrañeza; no le dediques tu vida ni tus ideas, ni tu sufrimiento, a una concepción ética irrebatible o religiosa. Fornica, camina por otro lugar, apártate de la tribu. ¿Qué más?

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