Hace varias semanas fui amonestado y mi cuenta en Twitter suspendida doce horas por invitar a mis amigos a suicidarse conmigo durante la noche (irnos de farra). En realidad, transcribía el párrafo de una novela que estoy escribiendo y mientras enviaba el mensaje lo que hacía era leer en la cama. Los algoritmos de la moral que prevalecen en las empresas de enlace virtual carecen de la posibilidad de hacer una relación entre el escritor como individuo único y los mensajes o leyendas que envía a la red. Un robot concluyó que estaba yo haciendo apología del suicidio y que ello no resultaba conveniente para la moral esperada en la hipótesis de un mundo perfecto. Sin embargo, no me sorprendió lo sucedido, puesto que estoy al tanto de la imposibilidad de que las empresas cibernéticas preserven la libertad genuina, es decir aquella que permite a una persona no parecerse a nadie y escribir a partir del influjo y peso de su propia circunstancia. Se me dirá que de alguna manera la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) seguía los mismos principios: proponer leyes universales acerca del bien para que las acaten los particulares. La diferencia estriba en que Facebook, Twitter, etc... son empresas, no sociedades humanas o países que poseen ya los tribunales necesarios para que —en teoría— esa libertad genuina se conserve. Estos tribunales son consecuencia de la experiencia histórica y de la teoría política, no el instructivo de uso de un tostador. ¿Por qué —se preguntó Lyotard— una instancia individual cree que posee facultades para proponer normas de validez universal? Esta duda, como saben, dio lugar a la posmodernidad que ha continuado con los robots que ahora dirigen el tránsito ético de una sociedad. Es agotador el hecho de que un escritor del siglo XXI o cualquier humilde letrado tenga que convertirse en profesor de civismo una vez que porciones enormes de la sociedad pierden la memoria y se entregan jubilosamente en brazos de los consorcios que dominan internet. El ejemplo de Cambridge Analytica es una obviedad perfecta: traficar con los datos personales (sin permiso o conocimiento de los usuarios de las redes) para bosquejar un perfil de los votantes que pueda ser usado en beneficio del político o el grupo de poder que pague bien por la información. En todos estos casos hablamos de un público esclavo de la red, atrapado en la almadraba y orientado como parte de una piara que tiene que ir en el sentido que le proponen otros, aunque sea a costa de su propio beneficio.
La tecnología no me impresiona, ni sus neologismos, ni sus nuevas tabletas o teléfonos inteligentes, ni que hayan convertido a tantos jóvenes en reclusos de una cárcel de muros infranqueables: la promesa de poder saberlo todo, a costa de ignorar lo esencial del parque civil. Y no obstante mi personal abulia y parsimonia al respecto de la tecnología y los progresos electrónicos (venir a la vida para ser mero observador), me es profundamente indigesto que los nuevos “ciudadanos virtuales” nos implanten a mastodontes nefastos de la clase Trump tomando como pretexto la democracia y la libertad de elección. La contraparte sería igualmente fatídica: dar lugar a tiranías explícitamente políticas que se definen como guías y educadores de un pueblo que no puede tampoco opinar —aunque voten— porque está hundido en la pobreza, el miedo y la ignorancia. Vaya mundo nebuloso el que nos ha sido legado y que será la herencia de los robots indigentes del mañana. Hace unos días envié un tuit que decía: “No te preocupes si confundes a H. George Wells con George Orwell. Hay quien confunde a Trump con un verdadero presidente.” (Este tuit no tuvo amonestación). El escritor de La guerra de los mundos no se hallaba tan alejado en sus temas del escritor de 1984 y de Rebelión en la granja. Ambos vislumbraban la estructura de los mundos extraterrestres (y todavía más Orwell, quien dibujó el mundo anti humano de la vigilancia estalisnista). En otro mensaje —utilizando Twitter— escribí: “Si la sangre fuera de color blanco y no roja, este mundo parecería menos cruel. Y viajar a Michoacán sería como recorrer Los Andes.” ¿Pertenecen a la misma sociedad los atrapados en la comunicación electrónica, y los ahorcados y desmembrados de Michoacan? ¿Conviven ambos fenómenos en una entidad llamada país? Sí, y ambos están muy relacionados, aunque este matrimonio semeja a una novela de H.G. Wells. Medito y concluyo que en lugar de dispersar mensajes en la red, bien podría yo escribirlos en la pared de un baño público. Calculo que mientras borran mis pintas, si es que lo hacen, la audiencia sería casi la misma.