Ahora que es común asumir y acatar la noción de “cuota de género”, sería conveniente que se estableciera en casi todos los ámbitos de la vida pública una “cuota de inteligencia”. Esta sería tan importante que transformaría diametralmente el estado de cosas de las instituciones políticas del país y demás empresas que se dedican al bien común como actividad principal. No relaciono la inteligencia —lo he escrito en este espacio— con placebos populares como el I.Q, con la capacidad de identificar y utilizar algoritmos ni tampoco con la erudición que se sostiene tan sólo en la capacidad de una buena memoria, sino tan sólo en el talento que posee tal persona o mente para comprender su entorno o su circunstancia y reflexionar a partir de una mínima profundidad y conocimiento acerca de lo que significan las buenas o las malas acciones comunes. Ya andando esta cuota de inteligencia me conformaría, y me sentiría un poco más tranquilo, aunque, la verdad, no guardo demasiadas esperanzas al respecto, ya que parece que es justo lo contrario lo que prevalece: el olvido de la historia, la mansedumbre ante las políticas mercadotécnicas de las empresas comerciales, la conversión del diálogo político en un espectacular ring de exhibición impúdica; el olvido absoluto del artículo 28 de la constitución que impide las prácticas monopólicas, y la eclosión u olvido de la literatura en un sentido más amplio que el de contar historias y más bien como una inmersión en la complejidad de la red humana y su moral.

Ya hace 30 años el filósofo español Eugenio Trías prevenía: “el bárbaro civilizado es un personaje magníficamente acoplado a los patrones técnicos de nuestra civilización: sólo responde a ellos.” Este personaje domina el panorama actual, se alimenta de las croquetas técnicas que le son arrojadas dentro de su cautiverio mental. Y aunque seguiremos limpiando establos, yo me hago a un lado para decir con Bertolt Brecht: “En mí usted tiene alguien con quien no se puede contar”. En una charla sostenida con P. Sloterdijk, el filósofo francés Alain Finkielkraut le dijo: “Al igual que usted defiendo el coraje de la moderación”, y ambos, contra la figura del genio y el experto con que nos embadurnan el rostro todos los días en los medios, coincidían en la mediocridad del moralista, en su intención de conservar los andamios del bien acosta de su exhibición. Hoy nos ponemos botargas, artificiales, engorrosas, estorbosas y ridículas, sean para defender a una porción de la sociedad o para proponer una ideología o un humanismo sin fondo: un gesto histórico, pero sin historia.

En relación con la historia de los movimientos sociales, nadie sabe nada, pero todos gritan. El “somos enanos en hombros de gigantes” se ha erosionado. Ahora somos enanos que flotan en el aire. El “estar en contra”, como una moda que dote a “los rebeldes efímeros” de cierta personalidad social es insufrible y dañina. El fascismo, comunismo, liberalismo o social democracia son horizontes éticos que, al convertirse en paraísos manipulados por un grupo, una burocracia y una comunidad manipulable tenderá, sin duda hacia alguna clase de totalitarismo. Los dictadores de cualquier clase aparecen trepados en la espalda de una sociedad amansada y sin pensamiento propio. La esperanza de los iluminados no es la misma que la esperanza de los moderados y de quienes al tener modestas nociones de historia y estar abocados al conocimiento de un entorno complejo, son capaces de actuar para hacernos la vida menos miserable. ¿Leen ustedes las noticias y análisis económicos en los medios? No lo haga, pues lo invadirá la tristeza; carentes de perspectiva ética, de fundamentos históricos y de la perspectiva a la que obliga un país abigarrado y diverso, terminan siendo solamente carretadas de tópicos económicos, ni siquiera pragmáticos, sino anclados a un presente ensimismado: expertos sin experiencia.

Termino con una declaración del científico Roald Hoffmann: “La principal razón para educar personas que se dedicarán a la ciencia tiene que ver con la democracia: de otra manera, si uno no entiende el mundo que lo rodea siente miedo. Si uno permanece aparte vive alienado y a mostrar interés por explicaciones esotéricas y cultos irracionales que surgen por el mismo deseo de comprender”. La gran paradoja es que hoy en día no se tiene miedo porque, simplemente casi nada se comprende. Se lleva a cabo la farsa inane y vuelve la voz hueca, la acción extravagante, la tontería, la manipulación desde el monopolio y la pobreza de pensamiento: “¡Cuota de inteligencia ya!