El fin no es más que el principio. Y el principio de cualquier acto se antoja una caída continua hacia un futuro azaroso y modelado en la imaginación; un futuro irreal que, para disfrazarse, toma la forma de un proyecto: una casa, un matrimonio, un ascenso, un amor deseado, una muerte decente o digna. ¿Cuánto puede durar un año? Es imposible medir su densidad en cantidades, logros o derrotas. A mí me fastidia contar el paso del tiempo en fragmentos de cualquier especie: los años no son más que una ilusión o una necesidad del ser humano por hacerse presente (un mito es una invención sin autor, una tradición, observó Lévi-Strauss). Y, sin embargo, hay que levantar los ladrillos de una barda que cualquier viento, vicisitud, o cualquier imbécil echará abajo en el momento menos intuido. Hay quien, incluso, hace listas acerca de lo más relevante del año. Carajo, esa inocencia o despropósito me inquieta, pero la comprendo. Yo también he realizado listas alguna vez, sobre todo cuando debía ir de compras al mercado y no podía gastar más de lo necesario, ya que mi bolsillo tenía el tamaño de una vesícula; entonces enumeraba los productos indispensables para sobrevivir a lo largo de los días siguientes. Nunca cumplí la lista de propósitos económicos al pie de la letra, al final tiraba el papel donde había anotado las normas de avituallamiento y me iba a comprar una botella de vino y un buen aguardiente que me levantara los ánimos más allá de la planeación inteligente. Me recuerdo alguna vez en Venecia tirando a los canales un kilo de manzanas que Yolanda había comprado para comer ese día al tiempo que gritaba, yo, desaforado: “Puta Venecia, te ofrezco este kilo de manzanas como una ofrenda para que no me trague tu olor a muerto”. Tal aberración aullaba porque había bebido un litro de vino, adquirido por unas cuantas liras, en un envase de cartón. Y al no tener hotel donde arroparnos caminábamos casi toda la noche por los “vícolos” de la vieja ciudad que nos pertenecía en la imaginación y en nuestro vagar irresponsable. Les relato este pasaje para que pueda valorarse lo que el kilo de manzanas significaba para nosotros.

Ahora se me ocurre hacer una lista de 10 filósofos, teólogos o pensadores relevantes que sugiero para aumentar su conocimiento y lograr que esta columna no sea tan “subjetiva” y tenga mayor sentido. Guillermo de Champeaux; Juan de Salisbury; San Anselmo; San Abelardo; Juan Escoto Erígena; Boecio; Isidoro de Sevilla; San Buenaventura; Guillermo de Auvergne; Juan Duns Escoto. Como pueden ustedes notar he evitado referirme a San Agustín, Guillermo de Ockham y a Santo Tomás, puesto que son ya bastante célebres; y también he omitido a Tertuliano, San Gregorio de Nisa o a San Ambrosio, por ser del dominio de casi cualquier cristiano que celebra Navidad con tanta devoción en estos días. Mi lista resulta de verdadera actualidad —aun cuando varios siglos separan a algunos de los pensadores que he citado— es provechosa y nada tiene que ver con hechos o personas que nos sofocan en la actualidad con sus aberraciones políticas o creativas. No me he vuelto loco ni he encarnado en el autor de La conjura de los necios, John Kennedy Toole, para quien Santo Tomás representaba una luz de aristotelismo y arte. Nada de qué preocuparse.

Una vez concluida mi tarea de enlistar a los autores más relevantes y propios de la época decembrina, quisiera acentuar las dudas que mostré al principio de este breve escrito: el fin no es más que el principio (esta frase se halla cincelada en la lápida de mi madre). El “problema de fondo” de la ciencia —así lo llaman— y, por tanto, de la filosofía, es que no sabemos cómo surge la conciencia o la capacidad de reconocernos como personas singulares y distintas a cualquier otra. Hay teorías, claro, como hay zapatos para todos los gustos, y toneladas de datos, mediciones, hechos comprobables (desde algún método definido), y certezas físicas, pero nadie sabe lo que el otro está pensando, ni lo que sucede en la mente de los demás, en su auto conciencia. Y como uno tampoco sabe qué significa o cómo pesa el tiempo en la conciencia de cada quien, de cada don Juanito, de cada ser incapaz de darle realidad universal o general a la gravedad mental e íntima del mundo que lo afecta, pues entonces medir el tiempo en años no es más que una triquiñuela festiva. San Agustín pensaba que los sentidos eran instrumentos para medir un mundo inconmensurable. No obstante, creo que ese mundo inconmensurable no está en ningún dios, alma, mente suprema, iglesia, religión, etcétera. Se halla enclaustrado en la cárcel de la subjetividad, en lo que sólo puede ser manifestado a través del arte, de la mirada, de la locura (e incluso bosquejado humildemente en las más mínimas leyes de civilidad). Acerca de ello comenté en mi columna pasada. ¿Fin de año? ¿Qué es eso? ¿La lista de los hechos más relevantes? Caray; yo no quiero ser polvo iluminado, sino polvo a secas, oscurecido, eclipsado, sin años. Mis arrugas físicas son lo de menos, pero las grietas de la mente tienen que ser enormes e inescrutables, singulares y, por supuesto, intransmisibles.

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