“La razón es un término verdaderamente inadecuado para abarcar las formas de la vida cultural humana en toda su riqueza y diversidad, pues todas estas formas son simbólicas”. Con estas palabras Ernst Cassirer describió en su Antropología filosófica (Introducción a una filosofía de la cultura; FCE:1945) una forma de definir al ser humano, no como un animal racional y sí como un animal simbólico. La razón, la no contradicción, el orden causal, el pensamiento vía un lenguaje ordenado de acuerdo a una lógica prevista, no son más que un aditamento en la vida de un ser humano. El resto es dar tumbos de aquí para allá sin conocer las causas. Es por eso que los argumentos lógicos, las explicaciones científicas, las razones de la ética siempre andan un poco en la cuerda floja cuando se trata de comprender a una persona que es de por sí incomprensible (al respecto todos tenemos a alguien en mente); ¿como entramos a su cabeza para saber de qué manera funciona su mecanismo racional o su acción emotiva? Les debo aburrir con estas cuestiones pasadas de moda, pero ahora que en el aire flota tanta intolerancia, juicios sumarios, opiniones contundentes e insultos cavernarios no es mala idea ser más tolerantes, no solamente por la vía de los argumentos y el intento de comprensión de los que opinan diferente a nosotros, sino porque al ser animales simbólicos, seres de lenguaje y misterio pasional, religioso, traumático, tenemos la obligación de asumir la supervivencia como la primordial preocupación humana. Y no se puede sobrevivir si no se comprende la circunstancia, el mundo del que somos parte, si no se toma también en cuenta lo que resulta incomprensible y se aprende a enfrentarlo con eficacia o a lidiar con él. Rousseau decía “el hombre que medita es un animal depravado”. Porque al hacerlo, al reflexionar, el hombre contaminaba o derrumbaba su condición natural; el lenguaje nos pone el pie y hace a los hablantes más infelices ya que los empuja a hacerse preguntas cuyas respuestas son imposibles. A esto se refería Rousseau.

El año que se marcha ha dejado un peso agobiante en la espalda, debido, sobre todo, al número de homicidios que ocurren en esta compleja taberna de tahúres denominada México. Y de allí la pregunta: ¿qué clase de animales son los criminales que azotan como una plaga el país? ¿Merecen acaso que se les considere seres simbólicos y racionales? No, por supuesto; son más bien bestias a secas, hierba mala, enfermedad civil, basura acumulada. El solo hecho de no aquilatar la vida de una persona como un fenómeno extraordinario, único, que debe respetarse y considerarse inviolable ya pone en duda la capacidad simbólica y racional de estos engendros paridos sólo para nuestro infortunio. Los bárbaros se oponen por naturaleza a la civilización, sean los normandos, mongoles y sarracenos del siglo X o las mafias criminales que ponen en entredicho la cada vez más vaga idea del Estado moderno. Cuando las instituciones son endebles resulta riesgoso promover la pena de muerte, sin embargo, sin embargo hay personas que merecen la muerte y cuyo cadáver sería una señal de bienaventuranza para las personas honradas. Las cifras y estadísticas de homicidios impunes son amargas, sobre todo cuando se piensan e imaginan no como colectividad, sino como desaparición de individuos, de seres singulares que no poseen nada más valioso que su propia vida. Los homicidas tendrían que sufrir las peores atrocidades en su propia persona ya que no respetan el valor de la existencia: muerte, trabajos forzados e insoportables, escarnio del criminal y —en algunos casos— de sus familias (en Argentina y Chile se llegó a marcar la casa de las familias de los militares impunes después de las dictaduras o de los indeseables: me refiero al escrache). Sé que parece difícil que alguien comprenda una pretensión como la que describo cuando no le han asesinado a un familiar cercano o no ha sufrido directamente el escupitajo del crimen.

Escribió Cassirer: “El lenguaje, el mito, el arte y la religión constituyen, forman, los diversos hilos que tejen la red simbólica, la urdimbre complicada de la experiencia humana. Todo progreso en pensamiento y experiencia afina y refuerza esta red”. El arte y la educación (de preferencia laica, debido a su flexibilidad) que fortalecen la cultura humana son el envés de la ola criminal, mas no parecen ser suficientes, a corto plazo, para aminorar el acecho de la barbarie. Los gobiernos tienen que ser eficaces y contundentes en los asuntos de seguridad, y con la ayuda de un congreso inteligente (o al menos alfabetizado) que conozca el país y cree leyes adecuadas deben intentar detener la masacre que se ha vuelto ya cotidiana. He recordado que en el año 430 murió San Agustín cuando los vándalos sitiaron Hipona y prendieron fuego a la ciudad: las bestias no reconocen los símbolos ni la cultura humana. Las estrategias inteligentes de seguridad, las leyes apropiadas, más la máxima dureza punitiva podrían menguar el crimen. ¿O qué?

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