La pelea cotidiana es capaz de fortalecernos durante un tiempo, pero finalmente seremos derrotados. Tener paciencia no es suficiente, ni ser prudentes o mesurados: cuando tienes que pelear en la arena común lo haces porque en ello reside la supervivencia y el derecho a una mínima tranquilidad. La pelea cotidiana se libra contra la corrupción, la barbarie, la usura, la majadería, el desprecio y abuso del poderoso, el cinismo del analfabeta.

Gabriel Zaid ha descrito los efectos de la corrupción en Arbitrariedades, uno de los artículos reunidos en su libro El poder corrompe (Debate 2019): “Respetar al que puede porque puede, aunque no tenga derecho, es prudente”. Y continúa: “Tener razón no es suficiente para evitar el daño. Y, una vez sufrido, no siempre es bueno reclamar. Legalmente el atropellado tiene recursos para hacerlo. Pero, si no dispone de los otros recursos (tiempo, dinero, paciencia, palancas, acceso a los medios, abogados), lo razonable es quedarse con el daño. El pleito puede costar muchas veces más. Abundan los abusivos y la tradición mexicana es resignarse”. En el mismo libro, Zaid propone medidas contra la corrupción. Todas son destacables y posibles, y varias de ellas incluyen la utilización de la web.

En un pueblo o comunidad pequeña es sencillo reconocer y ubicar a los maleantes y demás escoria, mas en una ciudad de dimensiones extravagantes y desmesuradas como la nuestra no es tan sencillo. Y las redes sociales, capaces de acortar distancias entre vecinos para evitar el atraco y denunciar a los hampones, amplían las proporciones de la urbe nacional a una aldea global donde, en buena parte, tales redes son utilizadas para asuntos de infinita trascendencia, como anunciar en público: “Estoy comiendo un pastel riquísimo”. En la novela del escritor chino Dai Sijie, Balzac y la joven costurera china (a la que ya me he referido en esta columna), se lee: “Cada vez que me preguntan cómo es la ciudad de Yong Jing respondo sin excepción con una frase de mi amigo Luo: Es tan pequeña que, si la cantina del ayuntamiento prepara buey encebollado, toda la ciudad olfatea su aroma”. (Dai Sijie recibió el premio francés Femina, en 2003, por su novela El complejo de Di; ahora me entero de ello, pero no se preocupen, incluso algunos escritores premiados llegan a tener talento). Hay una paradójica relación entre el pequeño pueblo de Yong Jing y la gran urbe mexicana: el olor a buey encebollado de la cantina en el pueblito también se puede oler en nuestra gran urbe, puesto que en todos los rincones el aroma a corrupción y quema de bueyes se ha implantado desde las últimas siete décadas.

La medida o altura de una persona es su capacidad de comprender, habitar y disfrutar de un espacio que no le sea hostil. En las gigantescas aglomeraciones de extraños (sólo ligados por la geografía, algunas tradiciones, los códigos civiles y las redes virtuales de cualquier clase) uno tiende a la resignación y a la prudencia insólita. A causa de ello me complació haber participado en la Feria del libro Usado y Antiguo, de Guadalajara, que comanda con la destreza y hospitalidad apropiadas Pascual Macario. Allí se reúnen bibliófilos, impresores, propietarios de librerías de viejo, escritores y un público lector no necesariamente domesticado por la avidez de novedades (en esta feria nombres como el de Pedro Balli, Pedro Ocharte, Cornelio Adriano César, Enrico Martínez, Antonio Acevedo, Emeterio Valverde Téllez no son desconocidos). A la FIL de la misma ciudad procuro no asistir cada año como a una misa (es una cancha demasiado grande para un delantero jubilado como yo), aunque su existencia es necesaria para reforzar la utopía de que el libro es aún importante en las grandes urbes y conviene al progreso sensible de sus habitantes.

Julio Ramón Ribeyro dijo, bien plantado, que “escribir es un acto complementario al placer de fumar”. Yo le creo, aunque no fumo, pero me gustaría llevarlo a otro extremo: escribir y leer son actos complementarios al placer de beber. Pero esto es asunto de escritores, nada más. Alguna vez en la FIL me encontraba tan acabado y maltratado por las sustancias y mis vicios que dejé plantada a una rueda de prensa junto a un importante editor catalán, hecho que, aumentado por un chismerío de sirvientas, me valió un veto desleal a varias editoriales importantes de Europa. Nada qué hacer, la fama no es nada comparado a unos buenos tragos en soledad y yo soy un escritor, no un palafrenero. Si Aristóteles privilegiaba los sentidos, y Platón el intelecto, como las formas primordiales del conocimiento; algunos escritores hacemos una mezcla de ambos vehículos. El tacto, la vista y la idea; el oído y la metáfora; el gusto y los conceptos. La pelea cotidiana por la supervivencia lo exige, y también Ribeyro y, en su momento, Roberto Moreno de los Arcos (1943-1996), bibliógrafo e historiador mexicano que, seguramente, estaría de acuerdo conmigo.

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