Es posible conversar hasta con las piedras; aún más allá, es  conveniente conversar con el mal. Diría incluso que se trata de un acto necesario. Si no es posible que se dé el encuentro verbal, entonces no queda más remedio que alejarse, eliminar, destruir a los malvados y malvadas. O sólo hacerse a un lado y observar cómo se desarrolla el mundo supuestamente civilizado. Si no puedo comunicarme con el mal entonces no lograré reconocerlo ni protegerme de su sombra tenebrosa. El mal puede encarnar en un senador, un presidente, un policía, un vendedor de tacos o incluso llega a dormir junto a ti. Tengo la impresión de que es su lugar preferido: dormir al lado de tu cama. El impedimento para llevar a cabo esta charla es la falta de un lenguaje común más amplio: que los ojos sean espejos del alma y que los enamorados lleguen a ser felices sin comprender sus idiomas son experiencias excepcionales y subjetivas. Se requiere de cierta cultura lingüística, además de una disposición a escuchar las opiniones que más detestas o los argumentos que incluso te llevarían a arremeter a golpes en contra de tu interlocutor. La paciencia debe tener la estatura de la muerte, de otra manera el otro puede aniquilarte.

Lo que intento decir es que, sin esa mínima cultura lingüística, se van al excusado los códigos civiles, los contratos sociales, las constituciones, las promesas políticas, los desplantes éticos e incluso las bodas y los bautizos. Si no eres capaz de entablar un intercambio de palabras con el mal lo que sigue es que este pasará encima de ti, te masticará, te defecará en algún lugar del que ni siquiera tenías noticias. Al mal hay que escucharlo, reconocerlo y construir estrategias para combatirlo; pero antes tienes que conocerlo civilmente, no nada más en carne propia. O lo combates, o lo escuchas para saber que catadura tiene, de lo contrario todo se irá sin remedio al carajo. Si lo combates sin conocerlo te encuentras en desventaja; si le pones atención y eres sensible, sea intuitivamente o por medio de palabras, podrías hacerte acreedor a un poco más de tiempo amable en esta vida: tienes derecho a una tregua. El mal al que me refiero, creo que lo saben, es al esperpento civil que acosa a las sociedades actuales; a la lepra política, comunicativa y monopólica empresarial. Mi perorata tiene como estímulo la llegada a la presidencia en Argentina de Javier Milei, pero también de Geert Wilders, ganador en Holanda. En el caso del segundo me parece menos cruel su extremismo político ya que sus instituciones civiles como su entorno económico no son tan débiles y habrá que esperar; sin embargo, en Argentina la caricatura de un presidente de esa envergadura no puede provenir más que de la desmemoria y ausencia de cultura, juicio, y del barbarismo lingüístico de los votantes. No me detendré en las aberraciones políticas y económicas que este hombre representa ni en las atorrantes acciones políticas de los presidentes que lo han precedido. Prefiero acusar a los votantes que al haber abandonado su patria lingüística avanzan felices en un vehículo desbocado, sin piloto e inmune a la crítica. Sin embargo, hay que conversar con el mal, e incluso con el mudo, y que todo este esfuerzo valga para que existan cambios reales que provoquen bienestar entre los ciudadanos más desprotegidos. En todos lados se cuecen habas. Es verdad; la impudicia cultural de los votantes es altísima y da forma a una nube negra que oscurece cualquier horizonte civil y justo. Hace poco escribí al respecto de Milei: “No sé por qué he recordado el besamanos de Milton Friedman con Pinochet en 1975. Si viviera el miembro de la junta militar y dictadura argentina, J.R. Videla  aplaudiría furibundo la llegada de Milei”. Y, sin embargo, hay que saber conversar con el mal, aunque no sepa que lo es, o nosotros no lo sepamos maldecir a tiempo. La oclocracia, o gobierno de la plebe, podría solucionarse a partir de estrategias inteligentes, educativas, mas eso a nadie le importa ya. Se trata de una trampa democrática juguetona. Diviértanse.

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