“Todos declaran que las víctimas asesinadas eran padres cultos y amorosos que compartían valores liberales y humanos casi hasta la exageración. Dedicaban largas horas a sus hijos, al grado de sacrificar sus propias vidas sociales. Sus hijos asistían a exclusivas escuelas privadas y sus exitosos antecedentes académicos revelan una completa falta de tensión en sus vidas hogareñas. Sus padres los orientaban hacia una vida plena y feliz antes de ser asesinados de tan trágica manera”. El anterior es un párrafo de la novela de J.G. Ballard, Running Wild (1988), que se llegó a traducir al castellano con el infame título de Locura desenfrenada. El acontecimiento narrado sucede en un residencial privilegiado, cercado y bien protegido al oeste de Londres. No es la primera vez que aludo a este breve libro y mi reiteración se funda en el hecho de que encuentro una profunda sabiduría en el desenlace de la historia. Después de una minuciosa pesquisa dirigida a averiguar quién (o quiénes) asesinó a todos los padres, a los empleados y secuestró a los niños y adolescentes, uno se entera de que fueron, precisamente, estos jóvenes quienes perpetraron el crimen, luego de acordar matar a sus padres y madres, a los vecinos y empleados domésticos para, en seguida, huir de la lujosa aldea y de una vida que los condenaba al éxito y a un futuro excelso y prometedor. Debieron acabar con sus padres ya que estos intentaban condenarlos a la felicidad.

He recordado, de pronto, que el padre del poeta italiano, Giacomo Leopardi, educó a su hijo para ser un católico ejemplar, pero el heredero tomó un rumbo distinto y se convirtió en un ateo riguroso que acusó a la religión paterna de hacer infelices a los seres humanos, ya que les prometía el paraíso aun cuando vivieran en un mundo a todas luces diferente.

El ilustre italiano pensaba que la naturaleza no es buena o mala, sino indiferente, de modo que son los humanos quienes la modifican y la tornan insufrible.

Correr en sentido contrario a todo aquel relato o educación que te proponga la felicidad es un impulso loable. No existe promesa bien fundada, y algo así lo puede constatar cualquiera de nosotros; las amistades se derrumban; los amores te muestran, cuando menos lo esperas, sus dientes afilados y sangrantes; los sueños se derrumban y envejecen; la enfermedad ensaya su danza febril sobre tu cuerpo; el futuro recupera su condición de eterno pasado en el momento en que confías en un horizonte prometedor. Por ello, los adolescentes de la novela de Ballard llevan a cabo tan extremo e inesperado acto: intentan a toda costa clausurar el sueño de la felicidad que les ha sido impuesto. Desean enfrentarse a una vida real, moldearla, adaptarse; en pocas palabras, ser infelices, como es costumbre entre las huestes humanas para, en cierto momento, ganarse un atisbo de tranquilidad o bienestar que les ayude a continuar bregando en esta vida. Walter Benjamin, el filósofo que trastornó las visiones convencionales del siglo veinte, no toleraba el ruido y conforme pasaba el tiempo, más daño y perturbación le causaba. No sin sustento, Benjamin exaltaba la embriaguez y el exceso los cuales lograban, aun sólo fuera por unos instantes, reponer al ser humano de su constante infelicidad. Por supuesto que la dispersión lo acosaba, ya que le era imposible concentrarse en un tema y tratarlo como si este encerrara o guardara alguna clase de verdad eterna e inmutable; como si le propusiera una promesa de felicidad. Tal es el tema de mi ensayo más reciente (lamento mucho hacerme publicidad).

Viene a mi mente, sin que nadie lo llame, Philip K. Dick y su propensión al exceso en el consumo de anfetaminas; su paranoia, su nerviosismo mental e inclinación a la locura lo llevaron a habitar esas regiones en las que reina la oscuridad del alma. ¿Qué ser sensible sería capaz de habitar el mundo actual de una manera sensata, prudente e inmutable? Pienso que Dick enloqueció a causa de su deseo por encontrar alguna clase de coherencia o de rigor a una vida que es en sí misma disipada y absurda. Les ruego; huyan de cualquiera que desee condenarlos a la felicidad.