¿Por qué desea alguien ser presidente? ¿No despierta ya cierta desconfianza su aspiración? Bueno, alguien tiene que ocupar ese cargo y de ello todos estamos ciertos; a mí sólo me intriga el ego desmedido que poseen algunas personas para creer que su serenísima persona encarna una solución civil. Alguna vez hace muchos años me pregunté —mera retórica— si yo podría ser presidente y me respondí que tengo demasiado respeto por la complejidad y diversidad de la gente y no estoy seguro de si podría comprender sus particularidades a no ser reduciéndolos a hormigas o árboles; e incluso si las personas tendrían la paciencia de comprender mis palabras o acciones, me preguntaba. Tú a tus historias, me dije.

Citando una parábola hasídica, George Steiner cuenta que dios creó al ser humano para que éste pudiera contar historias, y si bien dios no es de mi incumbencia no dejé de sentirme halagado al leer algo que atañe a mi humilde oficio. Las personas no son estúpidas, lo que sucede es que no tienen una curiosidad o un interés que las empuje a profundizar en las cosas que les afectan. A William Hazlitt lo cité la semana pasada en relación con su libro La ignorancia de los eruditos (Ficticia; 2015) y ahora recién leo un ensayo (Sobre la desventaja de la superioridad intelectual) incluido en este mismo libro en el que Hazlitt escribe algo en lo que estoy muy de acuerdo: que la felicidad estriba en no estar por encima ni por debajo de las personas que conoce y estima. Luego Hazlitt trastoca su afirmación al escribir que el poeta Coleridge, de quien fue contemporáneo, les hablaba a las personas de cosas que no entendían, y que así lo trataban bien y lo respetaban; en cambio a Hazlitt, que intentaba ser sencillo y darse a entender, lo acusaban de soberbio y de dar por sentado que quienes lo escuchaban eran incapaces de comprender sus ideas. La lluvia para unos es el sol para otros.

Ahora que serán sometidos a una lluvia ácida de contaminación electoral por parte de quienes anhelan ocupar cargos de servidumbre política no dejen de practicar la desconfianza, la distancia y sobre todo la posibilidad de no perder los objetivos que los harán convivir mejor con sus vecinos y en sociedad para así ser felices por algunos momentos. Los políticos no vienen a salvarnos, no están por encima de nosotros ni deberían hacer su agosto desempeñando cargos públicos. Practiquen la risa y el escarnio a sus costillas, no el insulto sin consecuencias. Pero principalmente no les entreguen todo el poder ya que eso lleva a cacicazgos y destruye la inteligencia. Y quiero ser sencillo al anotar mis deseos sociales: no queremos más asesinatos cuando esa muerte puede remediarse; abominamos a los ricos que lucran con la pobreza de los demás; y algunos queremos un trato más delicado y esforzado hacia la educación elemental, que sea una prioridad la de abrir más puertas al pensamiento, la discusión, el saber, la crítica y el análisis. (Sólo podemos prohibir o discutir aquello que nuestro vocabulario y gramática son lo bastante ricos y precisos para designar: Steiner). ¿Cómo puede uno hablar con este simulacro de ciudadanos cuando están atentos sólo al pasatiempo tecnológico, a la adicción viral, al chisme, a la imagen, a lo pasajero? Desconfíen de las personas que parecen tener respuesta a todos los problemas y a la vez son especialistas en el desprecio hacia las artes y a la inteligencia. Es indispensable insistir en una educación popular y elemental que permita a las personas comunicarse entre sí y comprender lo que sucede a su alrededor. A mí nunca me interesó del todo la vida escolar (fui algo desarrapado), mas por fortuna nadie aniquiló mi curiosidad. Creadores de mitos sin sustancia, cadavéricos, dirigidos, somos víctimas del barullo de las candidaturas; ya las vomito y todavía ni siquiera las he consumido. Georges Bataille, filósofo y escritor, defendía su concepto de ser heterogéneo que buscaba no ser asimilado por las estructuras impuestas. La fiesta, la generosidad, el erotismo, el juego, la rebeldía como principio, el poder ser singulares en verdad y no obstante estar dispuestos a tratar de vivir feliz y sencillamente, todo ello lo pregonaba Bataille. Y si esto les suena a bucolismo romántico y revolucionario, es porque sus orígenes están allí desde hace más de cinco siglos.

Fernando VII en 1814 impuso el yugo dictatorial y monárquico y abolió la constitución de Cádiz ante el empuje de sus seguidores antiliberales que gritaban “¡Vivan las cadenas!” Ya ustedes sabrán cómo quieren vivir.

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