“El artista sólo se revela a sí mismo. No promete más que sus propias obras. Sólo da cuenta de sí mismo. Muere sin hijos. Ha sido su propio rey, su propio sacerdote, su propio Dios”. Esta proclama de Baudelaire da cuenta, en pocas palabras, de lo que significa ser un artista en el sentido más romántico de la figura. Un dios para sí mismo. El sol de su propio destierro. La soledad que se asume eterna. La orfandad indiscutible. El auto exilio de toda política que inventa un mundo y una finalidad para salvarlo mientras lo destruye. Los contemporáneos se le presentan como una alucinación, una pesadilla, un esputo que se expande en todas direcciones, una calumnia metafísica que sólo el vino es capaz de mitigar. Toda vida carece de orientación, se le inventa un destino o una meta que el extraviado persigue como hace el perro con el aire de la hembra. Los métodos son imposiciones para un devenir impreciso, patrañas del orden impuestas por los inválidos y los miopes: la ceguera es el sino de toda acción ética. Los genios, héroes y hombres adelantados a su época son las más anodinas marionetas del circo humano. Y cuando Thomas Carlyle, ese loco adulador de los héroes, ofende a Rousseau, se desenmascara. Dice acerca de él: “Mediocre, plebeyo, redimido sólo por la intensidad, fanático, héroe tristemente encogido, vanidosísimo y ávido de elogios, sus ideas se apoderaron de él como demonios, acosándolo, arrastrándolo hasta horribles despeñaderos. Su naturaleza estaba envenenada, animada por las sospechas, la soledad, los rudos modales.” Y más anatemas lanzaba Carlyle contra el divino Rousseau, pilar de todo contrato social y de toda política pública aún en la actualidad. Sin embargo, antes, Robespierre, ese elocuente abogado e idealista había escrito sobre Rousseau todo lo contrario: “Nadie como Rousseau nos ha ofrecido una imagen más fiel del pueblo, porque nadie lo amó más que él.” Y por ello el gran revolucionario y salvador del pueblo francés, Maximilien Robespierre, anunció desde el principio de su vida política que seguiría por esa venerada senda —la abierta por Rousseau— que, como sabemos, después se convirtió en un cauce de sangre, cabezas rodando en el cadalso y muerte. ¿Quieren en verdad salvar al pueblo? Suicídense. Y quizás encontrarán finalmente la justicia. Y yo me lamento en víspera del año 2020: ¡Cuánta pasión derramada sobre temas tan viles! ¡Tanta palabrería consumida en enanos y enanas repugnantes! No sabemos disfrutar la soledad metafísica, inevitable, impuesta como condición humana. Continúen la charla inmunda sobre los criminales de toda clase; ellos, de todas formas, seguirán expandiendo su reino. El analfabeta siempre triunfa sobre la ilusión del lenguaje. Bienvenidos animales a su cómoda jaula religiosa; lancen dentelladas en aras del mundo mejor, de la igualdad y la justicia. ¿No se miran las arrugas prematuras? ¿No adivinan sus huesos secos, porosos y carcomidos antes de que siquiera una sociedad trascienda la locura que la fundó?

El largo párrafo anterior es una mínima muestra de lo que puede anidar en la soledad de un individuo hastiado de la colectividad, en su navegar romántico hacia la desaparición o hacia la utopía social que jamás va a encontrar. El hartazgo, Maxim. Quizás del hecho de que alguna vez tal vehemencia se impuso sobre mi ánimo provenga mi pasión por el aforismo: el género literario más cercano al silencio, al paraíso sepulcral. Me río de todo aquel que mida la vehemencia lírica de un hombre a través de sus anaqueles históricos o categorías estéticas. O que extienda su sabiduría, como Swedenborg en su larga y productiva vida creadora. Reyes, Humboldt, Swedenborg; ¿de dónde proviene tanta calamidad sabihonda y tan desmedido amor por el conocimiento? Yo a mis aforismos, como el panadero a su pan. Hace 25 años escribí un libro de ellos: Dios siempre se equivoca (esa es su única virtud). Y ahora rescato unos cuantos epitafios de ese libro brevísimo. Elegí cinco, y a ver qué.

1. —Una de las pruebas más contundentes de que Dios existe es la humanidad. Tanta imbecilidad sólo puede ser dispuesta por una mano divina.

2. —La experiencia me dice que cuando uno sale en busca de absolutos no encuentra más que un relativo montón de piedras.

3. —Los especialistas pagan el costo de su saber con dosis altísimas de ignorancia en otras áreas del conocimiento. Me cuesta trabajo imaginar cómo le va en la cama a la pareja de un especialista en literatura alemana.

4. —Los políticos y gobernantes no resuelven los problemas de los ciudadanos, y además les prohiben el consumo de drogas, ¿puede imaginarse una crueldad mayor?

5. —Mis mejores bromas son aquellas que no provocan ninguna risa ni son celebradas; en ese momento estoy más allá del humor compartido, trasciendo una ética.

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