No somos animales racionales, sino simbólicos. Es la conclusión y esencia del libro de Ernst Cassirer, Antropología filosófica (FCE; 1945; traducción de Eugenio Imaz). La ciencia, tal como él filósofo francés la apreciaba, no es una mera recolección de hechos o datos, sino una obra teórica. Los nombres de Galileo, Newton, Maxwell, Planck, o Einstein sobran para reafirmarlo.
Imagino que los humanos son teorías bípedas y aun los más alejados del conocimiento organizado poseen una idea o noción acerca de qué y cómo es el mundo. Todos son, en alguna medida, filósofos y científicos, aunque unos lo sean más que otros.
Defender a ultranza una opinión es algo natural, pero si esta opinión afecta a los demás es preferible que el bípedo teórico se halle dispuesto a escuchar razones, experiencias o visiones simbólicas del mundo distintas a la suya. Así su postura sobre cualquier asunto se volverá más compleja y abierta: incluirá a los demás.
También es posible mantener una opinión, argumento o teoría a ultranza desde la necedad, el desconocimiento o la simple ejecución de un poder: “Tengo razón porque puedo imponer esta razón sobre de ti”. Mas tal cosa es el pan de cada día. Hablar en nombre de los otros en vez de hacerlo con los otros ha causado los mayores estragos sociales de la historia.
Si a estas alturas del siglo XXI se continúa tratando a los seres humanos como animales que deben ser guiados en una misma dirección, dando por hecho que carecen de entendimiento, habilidad de pensar por sí mismos y conocimientos suficientes para defender su libertad civil, entonces mi conclusión es que ha habido un rotundo fracaso humanista. Es un fracaso, sobre todo, si se toman en cuenta las revoluciones sociales y los descubrimientos filosóficos y tecnológicos que han tenido lugar al menos desde hace seis siglos. Somos más tontos que ayer. Hemos bailado alrededor de una farsa, pues no es sencillo aceptar que, en un supuesto mundo hermanado por la globalización o la relación estrecha y pacífica de culturas, tantos seres humanos carezcan de un pensamiento fuerte respecto a su propia salud, a su libertad individual y a los pactos o contratos que elaboran entre ellos para sobrevivir y vivir mejor.
Es imposible, o por lo menos absurdo, valorar el peso específico (el símbolo, el trauma o el mito) que tiene el fenómeno de la muerte o enfermedad en un ser humano sin que también se tomen en cuenta, durante tal valoración, sus concepciones (o prejuicios) religiosas, éticas, civiles, personales, culturales, estéticas, económicas, etc... Lo contrario es concebir la muerte y la enfermedad como hechos puramente sociales e inflexibles ética y físicamente. Por ello conviene —en lo relativo a este asunto— mantener la conversación, la pluralidad ética y la libertad de expresión en cualquier ámbito humano con el propósito de disminuir los poderes agresivos e impositivos que transforman a las personas en animales (no racionales o simbólicos, sino animales a secas).
He tenido que echar mano de estos principios o nociones simples y maleables puesto que, de lo contrario, me ahogaría ante tantas opiniones y acciones absurdas y arbitrarias tomadas en relación a ámbitos comunes como son la salud, la cultura, la economía o la valoración y divulgación de hechos que afectan la vida cotidiana. El miedo y la angustia, el desasosiego o el grito desesperado ya habrían entrado a mi casa si no fuera capaz de apartar de mí lo que es importante para sobrevivir y vivir mejor, además de alejarme de lo que considero puro murmullo mediático. Pese a ello estoy cierto de que vivimos —como lo ha definido Gianni Vattimo— en una época marcada por el pensamiento débil y el asentamiento de una nueva Edad Media. Es decepcionante, mas ¿qué esperaba?
Dictar medidas arbitrarias (familiares, colectivas, vecinales, etc...) sin más fundamento teórico que el poder, la propagación del miedo o la imitación no razonada puede provocar desastres de mayores dimensiones (mentales, económicos, sociales). Un solo ejemplo: yo no habría sido tan determinante en el cierre de algunos lugares públicos como las librerías. Nadie tendría que “protegerse” del virus de la lectura y de la reflexión cuando más se requieren. Todavía puedo caminar libremente en las calles (escribo esto el sábado 25 de abril), sin máscara ni paranoia, cumpliendo las elementales medidas sanitarias con tal de no dañar a los otros y asumiendo la responsabilidad de mi salud y de mis actos. ¿Para qué más? La prudencia no durará mucho tiempo; ya en ciertas alcaldías de la Ciudad de México y en otros Estados algunos dislates como la antediluviana ley seca (sinónimo de mercado negro y arbitrariedad) auguran que podrían sobrevenir medidas más tiránicas e innecesarias; sólo comprensibles como exhibiciones unilaterales de poder. No lo permitan sin que antes se les ofrezca una explicación ampliamente razonada, democrática y convincente: después de todo su vida y su muerte aún son de su incumbencia. Y lamento mucho si me equivoco.