Me solicitan un buen consejo, alguien, y le pregunto sobre qué tema. Me responde que acerca de lo que yo desee. Me halaga. Pareciera que confía en mis opiniones o valores. Desconfío. Aunque siempre las personas hablamos un tanto a ciegas, es imposible tratar acerca del todo: Dios no es discernible mediante el lenguaje. Insiste. Cedo y digo lo primero que se me ocurre, sin pensarlo: “Ten amantes, la mayor cantidad que puedas, es similar a hablar en varios idiomas”. Se ríe, pero de inmediato muestra una actitud pensativa y defensiva. Es monógamo, aunque algo así sea imposible: nadie es monógamo y si se tiene duda de ello sólo hace falta recordar, si es posible, nuestros sueños: allí no hay reglas absurdas ni obstáculos; en esos terrenos suceden las más bellas y extravagantes experiencias. Se opone a mi consejo y me atosiga con ciertos conceptos morales, hábitos o costumbres.

Argumenta que el amor requiere de un sacrificio, del perdón, de la tolerancia y comprensión. Me doy cuenta de que sólo quiere charlar. Su soledad es mayor de la que yo imaginé. Acepto su conversación, pese a que yo en ningún momento hablé acerca del amor o del sacrificio y demás. Los o las amantes amplían tu horizonte, como probar otra clase de vino o transitar un ambiente distinto, e incluso no tienes por qué crear graves responsabilidades y ni siquiera ir a la cama. Los conquistadores (as) son como la lepra; deberían ser desterrados de nuestra vida social, ellos sí que hacen sufrir: Yo sólo me refiero —dije— a la cercanía con un mundo que no conoces y que, sin embargo, te atrae. Se mantiene en silencio. Me observa, no esperaba esa clase de respuesta.

Balbucea y agrega: pero eso no es tener amantes, se requiere de un compromiso, y eso es infidelidad, no sé, traición. Lo escucho, ya que una vez que decido entrar en una polémica o conversación mi tolerancia crece. Lo observo de una manera similar a la que él lo acaba de practicar conmigo. No me estoy burlando, pero un gesto así le otorga a la plática cierta seriedad, aun siendo esta pasajera. Agrego, cariacontecido: no te preocupes, yo también respeto a las instituciones y las autonomías de las que se rodean, pero no las estarías poniendo en peligro; sólo serás un poco más sabio y simpático; no te convertirás en un gruñón que defiende lo que nunca podrás poseer del todo: a una persona no puedes poseerla, es una especie de ilusión. Claro, me dice animado y en su mirada no hay reprobación sino un cavilar extraño, la institución y el amor poseen más lazos de los que te imaginas, afirma, y la monogamia auxilia en estos asuntos: te da tranquilidad, sosiego. Mas de pronto se pone sabio y me espeta lo siguiente: tengo la impresión de que tus consejos provienen de la pura intuición, no podrías justificarlo por medio de argumentos irrebatibles; no puedes sugerirle a nadie que se llene de amantes, concluye.

Comienzo por molestarme ¿por qué acepté el juego de ofrecer un consejo al azar; uno que además me es indiferente?), de modo que me propongo concluir la conversación y le respondo que los argumentos y el conocimiento no mantienen una relación íntima o necesaria. Y me torno pedante: si recuerdas, en las primeras hojas de Kant y el problema de la metafísica, Heidegger afirma que todo pensar esta simplemente al servicio de la intuición y que si quieres leer sus libros tienes que grabarte en la mente que conocer es primariamente intuir, recito de memoria. Vuelve a observarme tras esa mirada entre cándida, amable y rastrera, y antes de marcharse, concluye, no he leído a ese señor, lo siento, pero de todas maneras me parece que debes dedicarte en cuerpo y alma a tu pareja. Tú, finalizo el intercambio de pareceres, requieres de un influencer, no de hablar conmigo. Se ríe, no se molesta, y su reacción me es simpática. Me incorporo de la silla y lo abrazo. Ya nos veremos.

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