“Una loca es, al fin y al cabo, un chiste, la tonta del pueblo a quien a ratos se acaricia y a ratos se apalea.” Esta sentencia escandalosa e infame no es mía, no estoy loco para escribir algo así en tiempos actuales. La he tomado, maliciosamente, de un relato de Álvaro Pombo, académico de la lengua, y recientemente galardonado con el premio Menéndez Pelayo. Esta oración pertenece a su cuento Luzmila, contenido en su libro Relatos sobre la falta de sustancia.

Hay a quien le parece evidente que la homosexualidad es la mecánica y el impulso en este libro. A mí no me lo parece; además de que creo que si una persona desea amar perros, árboles u hombres es su encrucijada y problema. Pero yo soy un ser del futuro (es decir caduco) y no le presto atención a estas minucias de género, aunque la ética es mi debilidad. Saludé a Álvaro Pombo en Madrid, en un encuentro literario, muy amable y marcado él por una sonrisa más allá de los tiempos. Estaba Pombo sentado en una mesa al lado de Jorge Herralde, editor mítico y que cobijó varios libros míos en Anagrama; mas Jorge no me convido a su mesa, no sé por qué, quizás porque iba yo acompañado de una joven a quien le doblaba la edad o porque estaba yo borracho o porque al editor catalán le complacía dominar, edificar o administrar las relaciones de sus escritores. Alguna vez, en una librería en Barcelona, estando hojeando libros se acercó a saludar a Herralde uno de los filósofos que yo más había leído y admirado, Eugenio Trías. Jorge no nos presentó. Yo me comporté lamentablemente como una especie de mayordomo latinoamericano que guardó silencio como debe ser en el medio de la literatura si quieres hacerte de un nombre y seguir el protocolo. Y, sin embargo, comprendí que no era la obligación de Herralde presentarme a Trías; ya que acaso él experimentaba alguna clase de pudor por haberme publicado o sospechaba que yo me comportaría impertinente con el admirado y viejo filósofo.

La cuestión es que en Madrid saludé a Álvaro Pombo y minutos después conocí a Antonio Gamoneda, en el mismo encuentro, quien me dejó también impávido porque a él sí nunca lo había leído (hace unas semanas el joven ensayista, Guillermo Santos, me regaló un libro de este hombre, Gamoneda, nacido en Oviedo: El cuerpo de los símbolos). Mas eso es harina de otro costal. En mi librero hay cinco o siete libros de Pombo, lo que ya es mucho, o poco dependiendo de quien mida la extensión intelectual o estética de nuestros actos o preferencias. Lo traigo a cuento porque este escritor cuya cuna es Santander también es versado en filosofía, que no es poca cosa. Ello me ha hecho preguntarme si la filosofía estorba a los narradores de ficción, y me respondo casi de inmediato que no: la filosofía, si no es un dogma académico, hace que hoy en día la literatura posea alguna clase de sentido. La filosofía aleja a la literatura de ser puro entretenimiento o cuestión erudita o de oficio: la coloca de nuevo en el mundo. Álvaro Pombo es un ejemplo de lo que afirmo e incluso pareciera que la literatura lo hace un autor del pasado o anacrónico; sin embargo, pensar algo así es un dislate: sólo hay que tenerle paciencia a su ritmo o temperamento narrativo (nació, Pombo, en 1939), y más si uno es bruto, tal como resulta común es nuestros tiempos. Los filósofos no les son simpáticos a los brutos, hecho que bien mirado es el mayor de los halagos posibles. El relato Sugar-Daddy, contenido también en el libro citado, no se parece, por ejemplo, a ninguna de las excrecencias literarias de algunos autores actuales que imaginan que el hecho de ser homosexuales los convierte en artistas o escritores (son una pandilla arrogante y belicosa). La maldad, o más bien la malicia literaria, no es privilegio de cualquier holgazán y vividor sexual. Me congratulo al recordar a este autor, Pombo, cuyos libros mantenía yo en una caja y que un amigo apreciable, Héctor Iván, me llevó a recordar. En México se detesta la reflexión, la crítica o la filosofía: no sabemos aprender, sólo señalar y matar. Y, sin embargo, es esta la región más concupiscente del aire.

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