Parece tan sencillo conversar con alguien y pensar de antemano que sabemos quién es o que nos comprende (se trate de un extraño o de un familiar). Es posible que esta convicción (el hecho de dar por sentado que sabemos quién es la persona a la que uno se dirige) sea el mayor obstáculo de la comunicación humana, de la tolerancia y el diálogo respecto a cualquier tema, sea político, científico o deportivo. Thomas Nagel, que ha pensado a profundidad sobre este problema lo expresa así: “El argumento de la objetividad es que el mundo no es nuestro mundo”. En palabras diferentes: hablamos y opinamos sobre las cosas del mundo (ideas, árboles, personas) como si este mundo pudiera ser conocido con objetividad y como si la mente, economía, cultura y temperamento de un ser humano no modificara el mundo que describe y lo convirtiera en otra cosa, en su cosa. El objetivo piensa: nosotros no le importamos al mundo porque este mundo anda en lo suyo y las estrellas seguirán consumiendo hidrógeno y helio, aunque la especie humana jamás hubiera existido. Sé que no es una idea sencilla de comprender, aceptar o digerir, pero sobre ella se levanta la ciencia dura o positiva, las tiranías políticas, y el menosprecio o desconfianza hacia la diferencia.

Amartya Sen piensa que el mundo ya es lo suficientemente desagradable e injusto como para sumergirnos en una soledad impermeable y así renunciar a la discusión, la comunicación y a construir sociedades más honradas y menos crueles y desagradables. ¿Cuántos no desean aceptar e incluso disfrutar la soledad y negarse a transformar su entorno? Cuando leemos las majaderías, juicios insultantes, opiniones bruscas que inundan las redes y, en general, los anatemas políticos, las descalificaciones brutales venidos de seres que andan por allí, respirando, conviviendo en sociedad, ejerciendo acciones que fracturan la tolerancia y estimulan la necedad y la guerra, no es extraño que lo inunde a uno la decepción y el agobio. A diferencia de quienes piensan que el mundo sigue siendo mundo aun sin humanos (los objetivos), existen otros —los acabo de describir— que dan por sentado que las cosas son tal como ellos las ven. De allí su seguridad, cinismo y exhibición de impunidad a la hora de opinar o insultar a sus víctimas. Entre el subjetivismo salvaje y el objetivismo absoluto que describe Nagel hay sólo un paso. De allí que una buena forma de vivir sería habitar la medianía de ambas posturas; ser maleables y comprender que la interpretación que hacemos de un acto o idea puede diferir por completo de la que realiza otra persona. Y entonces será posible discutir, crear mejores leyes, combatir a los criminales y evitar que esta breve vida sea un suplicio. Hasta entonces podremos decir, como Plutarco (siglo II d.C) citando la Odisea: “Extranjero, me pareces ahora distinto del que eras antes”.

En su libro La práctica médica en la era tecnológica (Gedisa; 1998), Karl Jaspers escribió: “En buena parte la sicología es filosofía en su forma más deteriorada”. Sin embargo, salva en su libro a los sicólogos que conocen los límites de su saber. Y así sucede con todo; aceptar que sabemos bastante poco de casi cualquier tema y que la misma ciencia, por ejemplo, no tiene por qué añadir exigencias morales a su conocimiento positivo. Saber escuchar y no esperar a tener la razón es un buen principio. Ello no excluye a la indignación como instrumento de la tolerancia. Lo escribe L.M. Oliveira en La fragilidad del campamento (Almadía; 2013): “Este sentimiento moral —la indignación— es un instrumento para señalar el camino que no queremos seguir, para subrayar la humillación, el dolor y la injusticia... Y alejar a los bárbaros... del frágil campamento que habitamos”.

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