No sé de dónde proviene la extravagante costumbre de bañarse diariamente. Cuando yo tenía ocho años nos bañábamos, mis hermanos menores y yo, dos veces a la semana: el miércoles y el sábado eran los días designados para ello (ahora sé que mis padres trataban de ahorrar dinero en gas; o en doctores o medicinas necesarios si enfermábamos a causa del agua fría). Existen personas que apenas si se mueven unos cuantos metros al día, pero en la mañana, religiosamente, se colocan bajo una regadera para comenzar su rutina. El bautismo matinal. Yo suelo hacerlo dos veces diariamente, quizás con la esperanza de que el agua se lleve algunos años a la coladera; limpiarse de existir y retornar totalmente limpio al vientre. Lo que evito a toda costa es secarme el cuerpo después de la ducha. Lo repito: no le encuentro ninguna clase de utilidad a esa acción, de modo que me visto, aún mojado mi cuerpo, y tarde o temprano la ropa o las cobijas absorben el agua extraviada. No es la mía ninguna excentricidad, y si repentinamente enfermo de pulmonía o muero a causa de una gripa o fiebre desmedidas, tal hecho carecerá de importancia para mí. Los muertos son apreciables, no solamente porque han dejado de ocupar un espacio que torna más amable el mundo, sino porque narramos historias acerca de ellos y a partir del mito los invitamos nuevamente a la mesa. Los muertos son bienvenidos porque al menos su presencia no te obliga a viajar incómodo en el transporte público. Las vicisitudes que debe afrontar todo ser vivo expuesto a enfermedades o accidentes no me causan sorpresa. Si me anunciaran que repentinamente he sido víctima de una enfermedad mortal no movería un músculo y cambiaría de tema. Y si de la noche a la mañana me convirtiera yo en un bulto innombrable, como en la célebre novela de Beckett, no me sorprendería. La vejez no es una deformación estética, sino otra variante de la materia. El agua caliente es una calamidad que vuelve más indefensos a los bañistas. La frialdad es, por lo general, más conveniente que la calentura. La literatura es un acto corporal, me digo, y me mantiene despierto, como la frialdad del agua.
Escribo esta letanía después de leer "El siglo solitario", un ensayo de Guillermo Santos acerca de escritores que me conciernen: Thomas Bernhard, W.G. Sebald, Imre Kertész y Simone Weil, además de Ernst Jünger. Es verdad que los escritores que aparecen en las páginas de esta obra urdieron, desde la literatura, una ética perturbadora e hicieron preguntas que llevaron a sus lectores a la desesperación. Quienes sufrimos la enfermedad llamada siglo veinte no podríamos haber soportado solos la realidad de una centuria monstruosa, militar, pero, sobre todo, políticamente abyecta; no la habríamos tolerado sicológicamente sin la ayuda de aquellos escritores que, desde sus obras, nos sometieron a un examen imposible y nos mantuvieron alertas: enfrentarnos a la disgregación de lo humano, al quebrantamiento de la utopía y a la concentración del pensamiento social en la soledad del individuo. Es en el arte y en la acción filosófica orientada a la muerte donde es posible encontrar los residuos de un sentido perdido. Guillermo Santos hace suyas las palabras de W.G. Sebald cuando éste escribe que su ambición es hacer literatura a partir de otras literaturas, convencido de que el centro, la verdad estética, se ha extraviado y nos ha lanzado a vivir en el margen de la historia religiosa. Después de las dos guerras mundiales, las masacres perpetradas por simios armados y el fascismo que intentó convertirse en ideología liberadora, el único refugio del hombre sensible ha estado en las artes y en la literatura. El libro citado ha sido publicado por editorial Zopilote Rey. La generosidad de los escritores tratados aquí tiene que ver con un hecho sencillo: nos han mantenido alertas aun en los momentos históricos más crueles e inhumanos. Murieron en vida, para que sus lectores sobrevivamos.