Quien no siente gusto por reír o desprecia la risa busca un resguardo imposible en el mundo humano. La agelastia o incapacidad para reír se ancla profundamente en algunos temperamentos poco corrientes e incómodos. La palabra agelastia es de origen griego (se puede encontrar en obras de Platón, Aristóteles, Rabelais y Milan Kundera, desde mi saber), y alude a la serieded extrema, a la tristeza convertida en eterno purgatorio, a la flema que se entrega de lleno a la tragedia y expulsa al sarcasmo y a la burla sacrílega de la vida corriente: la agelastia nos quiere rígidos como la muerte. Si los agelastas —escribió Kundera— “tienden a ver en toda broma un sacrilegio es porque, en efecto, toda broma es un sacrilegio”. Si no lo fuera, entonces, ¿cuál sería el chiste? Por ello quisiera llamar la atención sobre la comicidad que acompaña a quienes detestan la risa, el sarcasmo o la burla, puesto que ellos son, en realidad, los estandartes o portadores de lo cómico por antonomasia. Nada se revela tan risible como la seriedad absoluta.
La memoria los llevará de inmediato a El nombre de la rosa, la novela de Umberto Eco en la que se cuenta el recelo con que el bibliotecario de una abadía benedictina cuida de un libro no difundido que Aristóteles escribiera sobre la risa. Se trata, según la novela, de la Comedia o segunda parte de la Poética del estagirita. Sin embargo, el agelasta Jorge, carcelero del libro, teme que la risa se exalte filosóficamente de tal manera que las personas abandonen la seriedad a la que están condenadas con el propósito de alabar adecuadamente a su señor. El sacrilegio es, en esencia, fundador de libertad, sobre todo cuando está destinado a aligerar la carga de la tragedia humana y a evitar que sus santones nos sepulten con el muro de su gravedad funeraria. El cuerpo desnudo, por ejemplo, que tanto se parece a la muerte, es vestido de todas las formas imaginables justo para evitar la profunda seriedad o sacralidad de la desnudez. Cuando me entero que, en varios países, se retornará a la vieja anormalidad me río y pienso, también, que algunos volverán, como siempre, a la añeja costumbre de luchar contra la pleonaxia de todo poder. Ojalá tengan fortuna.
Si el pensamiento de George Bataille apreciaba lo heterogéneo, erótico, desquiciado, irracional, transgresor o pervertido como medios lúdicos, simbólicos y extremadamente humanos para escapar a una razón calculadora, causal y dominante, hoy esas mismas armas se presentan en forma de simulación en la comunicación global; es decir, como manipulación de las imágenes más que como derroche de los bienes. Yo he creído, como Bataille, que esa explosión de sin sentido, de ludismo y romanticismo creativo, de anarquismo comprendido como un sacrilegio para la autoridad, podrían construir soberanía, contratos sociales, relación pacífica con miras a la supervivencia, creación de la norma desde su crítica moral. Jürgen Habermas, en un ensayo sobre erotismo y economía general, relata que en Bataille el sentido de la norma —su sentido o edificación— no podía ser sólo de orden funcionalista o limitado a la necesidad del trabajo y la producción, sino que debía tener un carácter que tendiera a lo anárquico. Escribe Habermas: “Bataille interpreta el estado de cosas desde su horizonte de experiencia estética, señalando cómo a las normas más arcaicas les es esencial una profunda equivocidad: la pretensión de validez de las normas se funda en la experiencia de la transgresión de la norma, transgresión prohibida, más por ello seductora”. No conozco otro medio de darle vida a un contrato social, norma o convenio que burlarse de él ontológicamente, hacerlo pasar por el escarnio y considerarlo humano y, por lo tanto, expuesto a la fragilidad. Se toma en serio porque es cómico. El ímpetu anarquista desea arrebatarle la seriedad y autoridad históricas al poder de la necesidad extendido como maquinaria de gobierno irrebatible y casi divino. Tal es uno de los papeles del arte, de los escritores y de ciertos filósofos no precisamente profesionales, el de mitigar la obsesión por la norma de autoridad histórica y determinista, para mostrarnos nuestra fragilidad aun sea en los asuntos más importantes. El artista que es, además, anarquista por naturaleza comprende que tal es la única manera de respirar tranquilo en un mundo sometido a los mitos de la producción, el progreso tecnológico y la autoridad de los a priori morales universales y de las teorías omnipresentes y abarcadoras de todas las diferencias.