Antes de comenzar esta columna (si es que logro comenzarla algún día, pues siempre termina siendo la introducción de un deseo más amplio) quisiera refrendar mi absoluta desaprobación a la “ética” implantada en las fronteras de nuestro país respecto a su política migratoria. El ser humano, a fin de cuentas, sólo se tiene a sí mismo, su propia vida y su libertad de elección y movimiento. La geografía es extensión de su mente y de su cuerpo, de su horizonte simbólico y de su decisión migratoria. Son las leyes que, esencialmente, consisten en un cruce de caminos morales o un contrato, las que deben apuntalar, fortalecer y respetar la extensión del mundo que cada ser humano ha concebido en su mente. La gravedad moral de un país, la necesidad de su existencia como país reside en el estado político de sus fronteras. En México, como hemos comprobado vía los acontecimientos pasados en Ciudad Juárez, la debilidad de las instituciones involucradas es escandalosa. Llevar al cautiverio a algunas personas responsables del crimen es sólo un paliativo que tiene como fin la administración de la memoria en su tránsito al olvido. La respuesta a esta clase de hechos debe ser estratégica, inteligente, eficaz y tiene que sostenerse en un derecho histórico tan abstracto como sencillo de expresar: respetar la condición humana individual. Esta clase de percances hace notoria la enorme grieta que existe entre una ética progresista o razonada, y la política de taberna que busca satisfacer el interés de unos pocos, mantener la subsistencia de partidos enfermos de precariedad y promover los cabildeos estrechos entre jugadores del bien común (o más bien tahúres o trúhanes). Si la vergüenza ética de lo que ha sucedido en México con los migrantes del sur de América no da pie a una política migratoria de altura no habrá señales de progreso. Ojalá los gobiernos se transformaran en mesas de conversación que ofrecieran garantías de supervivencia al ser humano. Personalmente preferiría que hubiera veinte presidentes en vez de uno y que la política se transformara en parlamento vía su sentido más genuino, es decir en entrecruzamiento de opiniones y crítica del estado civil.

Ahora sí comienzo mi columna —o quizás no— para reparar en lo difícil que resulta vagar hoy en día por mi país o en el mundo. En todos los aeropuertos o vigilancia de fronteras debes demostrar tu inocencia. Los salteadores de caminos hacen de tu travesía en las carreteras de México una aventura necrófila, sobre todo si te interesa viajar a determinados estados que, en verdad, representan la mayoría. Por otra parte, los diversos países te imponen tantas condiciones para traspasar sus fronteras (la pandemia ahondó más este obstáculo) que la idea del caminante, el buen vago o el trashumante curioso se ha desvanecido. No estamos hoy más comunicados que antes, sólo enlazados mediática y tecnológicamente. La libertad de movimiento se ha reducido excepto para una clase social y para quienes forman parte de los complejos educativos o empresariales que crean redes de intercambio entre estudiantes y ejecutivos respectivamente. Un mundo de estudiantes y ejecutivos, lo siento, me parece un averno que me hace la vida todavía más pesada. En mis años veintes y treintas me formé viajando a donde yo quisiera, solo, con mi pasaporte y unos cuantos pesos, haciendo amigos en el camino, y si bien la policía me detuvo en Marsella, en Trieste, en Madrid e incluso pisé una celda en Calatayud o me acosaron los residuos de la policía militar en Buenos Aires, también caminé libremente por Turquía, Polonia y varios otros países sin llevar conmigo teléfono o tarjetas de crédito. Recuerdo que una carta tardaba entre siete y doce días en llegar a México una vez que la depositaba en algún buzón de Europa. Y pese a sufrir en espera de una respuesta no me sentía atado dentro de un mundo extraño; ejercía mi libertad de movimiento, mi curiosidad y también los riesgos de la aventura (discriminación y particularidades de otras culturas). Sigo al sociólogo y filósofo Gilberto Giménez, cuando en su libro Teoría y análisis de la cultura escribe “Para los antropólogos, todos los pueblos, sin excepción son portadores de cultura y deben considerarse adultos. Según Lévi-Strauss carece de fundamento la ‘ilusión arcaica’ que postula en la historia una infancia de la humanidad”. Pues bien, aprovechándome de esta idea y a manera de juego y contrapunto terminaré (o comenzaré otra vez) afirmando que siendo joven vagué entre sociedades adultas; ahora siendo adulto me toca vivir en sociedades adolescentes y comunicadas. Por eso me quedo en casa.

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