El domingo 27 de noviembre amanecimos sin autoridades. Gobernadoras y gobernadores, legisladoras, legisladores, munícipes y muchas otras autoridades del partido gobernante y sus aliados abandonaron a la ciudadanía a su suerte, para acudir a una marcha multitudinaria organizada con todos los recursos y medios del Estado mexicano.
La vieja tradición centralista y el añejo culto al presidente revivieron en un desfile improvisado, orquestado desde Palacio Nacional, para satisfacer el ego presidencial y canalizar el resentimiento generado por la más grande manifestación ciudadana que hemos visto en tiempos recientes.
La marcha del 13 y el desfile del 27 de noviembre muestran a todas luces los contrastes entre una manifestación libre, pacífica y organizada, y un desfile diseñado para rendir tributo a una sola persona, por encima de nuestras instituciones republicanas.
Mediante amenazas, coacciones, incentivos e imposiciones, se logró un acarreo monumental, con cientos de camiones que atravesaron los caminos de México para llevar a las personas a la capital del país. No hubo un amplio movimiento nacional, sino una movilización desde la periferia hacia el centro para revivir el viejo presidencialismo autoritario y meta constitucional del que hablaba Jorge Carpizo.
El presidente López Obrador logró su cometido: congregó en torno de su persona a miles de personas que mostraron una actitud de abierta subordinación. La foto que se ha pretendido que pase a la historia, es un montaje bien pensado para mostrar a un mandatario elevado sobre una plataforma para darle altura, con la vista puesta en el cielo, mientras que brazos y cabezas buscan acercarse a él. Esta es la foto de la ignominia, que muestra a un mandatario que se cree superior y que es capaz de subordinar al pueblo que dice amar, a sus objetivos y proyectos personales.
Todo el aparato de Estado se puso al servicio de Palacio para desplazar personas, desde los rincones más distantes del país; entregar alimentos, algunos en estado de descomposición; amenazar con la cancelación de apoyos y programas sociales; y movilizar a olas humanas indisciplinadas que, en algún momento pudieron poner en riesgo a la institución presidencial.
A pesar del grosero dispendio y del acarreo indiscreto, vimos a un mandatario pronunciar su perorata ante un Zócalo capitalino parcialmente lleno, que gradualmente se fue vaciando. No hubo réplica del evento en los estados de la República, todo fue un espectáculo central, que niega en sus raíces nuestra esencia federalista y que reactiva los mecanismos de promoción personalizada que nuestra Constitución prohíbe expresamente.
El desfile del pasado domingo nos ha dejado un muy mal sabor de boca y un mensaje preocupante: podemos vivir sin las autoridades que hoy nos gobiernan ya que en cualquier momento están dispuestas a abandonarnos a nuestra propia suerte, para abrazar un proyecto que, en lugar de ser de la Nación, y de todas y todos, es de una persona aislada en su Palacio, que día a día se ve diezmada por sus odios, resentimientos y vanidades interminables.
Twitter: @GinaCruzBC