Amenazar jueces, atemorizar magistrados, amaestrar su virtud cívica, anestesiar el mérito de la carrera y domar el profesionalismo de los trabajadores del Poder Judicial, son objetivos del Tribunal de Disciplina Judicial que pretende la reforma judicial obradorista.
No defiendo las ilegalidades de los juzgadores; hay honrados, sinceros, algunos dieron su vida para pertenecer a ese poder de la Unión, y no la pagaron de golpe sino tracto sucesivo, con mérito, esfuerzo, estudio, desvelo, examen; aunque otros, sí, debemos admitirlo, se pudrieron en el camino con vanaglorias, nepotismo, lisonjas y dinero, más de alguno, así venal, alcanzó a vestir la toga y sentarse en el Alto Tribunal. Ese tribunal disciplinario pretende acabar con la corrupción judicial. Propósito necesario del país y sobre todo, de las entidades; pero construcción desastrosa en la propuesta del Ejecutivo.
Los procedimientos para castigar juzgadores deben ser rigurosos en la competencia, objetividad e imparcialidad, precisamente para garantizar la autonomía de sus decisiones; además, la integración de ese órgano disciplinario debe estar ajeno de injerencia política, económica e incluso criminal, para no afectar la independencia e imparcialidad en sus tareas juzgadoras. ¿Votarlos garantiza? En casa de herrero no puede haber garantías de palo para enjuiciadores. Mover jueces de sus sedes desde las oficinas presidenciales en connivencia con despachos de abogados poderosos (¿ahora con votos?), para dictar veredictos de consigna, ha sido una de las actividades más corruptas y humillantes para los juzgadores. “miércoles de plaza”, halcones amenazantes, conciliábulos del piso 14, deben terminar tajantemente, sin sustituirlos por elecciones amañadas y respetar la carrera judicial.
¿Van a sancionar a jueces por transgredir el “interés público o la adecuada administración de la justicia”? ¿Los mandarán a un calabozo por “encubrimiento de presuntos delincuentes”? Eso dice la propuesta obradorista. ¿Un juez podría ser castigado por no condenar a un “pre-sun-to” malhechor? ¡Qué osadía! ¡Qué abuso!
La película ya la vimos. Allá por 1571 llegó a México el Tribunal del Santo Oficio. Felipe II, rey de España, desconfiado y taimado, mandó a la Nueva España a esa policía, porque le informaron que en América había muchos herejes e impresos sospechosos.
Entonces, llegó el primer Inquisi dor General Pedro Moya, quien, en la sesión solemne de inicio de su mandato (un mes después de la batalla de Lepanto), con el pueblo arrodillado en el zócalo de la Ciudad de México, leyó la orden del rey: los enemigos de la fe cristiana serán perseguidos y denunciados como “lobos y perros rabiosos que infestan las almas”. Los alguaciles confeccionaron listas de herejes, corsarios, judaizantes, bígamos y blasfemos. Quemaron a algunos en la plaza para salvar la moral y el “buen nombre de Dios”. ¿Eso quiere la 4T? ¿Tormento a Norma Piña y escarnio público a quienes aplicaron la Constitución y no el “querer” presidencial?
Aquel primer Santo Oficio chocó inmediatamente contra el virrey Martín Enríquez de Almansa. Poder religioso contra poder civil. Dos siglos de rencillas entre ambos, en ocasiones sórdidas en otras sonoras, buscando idólatras y traidores, organizando “autos de fe”, ordalías y represalias. El resultado: un poder judicial federal débil, desconfiado de sí mismo, donde se premiará la delación y triunfará el simulador. Transformación de la toga por la túnica , el capirote y la capucha.