La “interminable derrota” con la que Albert Camus recrea y reinterpreta una de sus obras maestras “El mito Sísifo”, puede explicar nuestra realidad política (y ahora judicial) mexicana.

Como Sísifo, los mexicanos estamos condenados a subir un hombre o mujer a la silla presidencial, para luego caer y volver a subir a otro; y así, sexenal y eternamente. Nos gusta entronizar presidentes, nuestro destino histórico es ese, desde el michoacano Lázaro Cárdenas, emprendemos la empinada cuesta arriba a Palacio Nacional, elevamos un personaje al alto sitial del poder, para luego arrojarlo al precipicio.

Recordemos que Sísifo es un célebre personaje griego, fundador de Corinto, astutísimo, que se pelea con Zeus y fue capaz de vencer al dios la muerte, Tánato. Mientras triunfó Sísifo nadie falleció en la tierra, pero el desafío le costó caro: Zeus condena a Sísifo a subir eternamente una pesada roca a la cima de la montaña, y cuando llega a la cúspide vuelve abajo, para que Sísifo reemprenda irreparablemente su tarea de empujar el pedrusco, nuevamente, al monte. El premio Nobel Camus jugó con esa narrativa, y la hizo cuestión de vida y muerte, ciclo vital de nacer, crecer, empujar la piedra, morir y volver a nacer. Triunfar, perder, y de ser posible “fracasar mejor” (Beckett).

Pero ahora, de las reuniones de la bicefalia presidencial transitoria, se anuncia que la piedra que tenemos que subir, no sólo será del poder ejecutivo, además, también la del poder judicial de la federación. Subimos a Francisco I. Madero con el “sufragio efectivo” al altar de nuestros héroes, Morena lo despeña al colocar en el INE árbitros incapaces de levantar la ceja en violaciones del presidente a la neutralidad gubernamental. Se vanaglorian de Benito Juárez, lo suben al más alto pedestal histórico, pero con su militarismo necesitamos volverlo a colocar en lo alto. Atacan a los medios de comunicación, pues a levantar del piso y emprender la subida de Francisco Zarco.

Pero ahora, con la pretensión de elegir jueces, la piedra está rodando más abajo, a un abismo histórico más hondo. Regresan al país antes de 1814, donde José María Morelos en la Constitución de Apatzingán, distinguió “supremo gobierno” de “supremo tribunal de justicia” (art. 44); escribió que ningún miembro de esos “supremos gobiernos” puede andar en la política para “ser diputado” (art. 53); y dejó clarito que pertenecerá “exclusivamente” al supremo congreso la atribución de “elegir a los individuos del Supremo Tribunal de Justicia, secretarios y fiscales” (art. 103); ¿en verdad vamos a usar de papel higiénico las firmas de Morelos, José María Liceaga, José María Cos, Remigio de Yarza, dadas en Apatzingán, aquel 24 de octubre de 1814 con jueces populares?, ¿vamos a escupir sobre la gesta heroica de instalar en Ario de Rosales el 7 de marzo de 1815, en medio de los acosos de los españoles contra los insurgentes, ese primer tribunal mexicano?, ¿al basurero nuestras tradiciones jurídicas, nuestras corrientes de pensamiento político?, ¿bajar por la serpiente y volver a subir la escalera?

Camus nos convoca, con otro de sus libros “El hombre rebelde”. Se requiere rebelión del espíritu para volver a subir la piedra, necesitamos rebeldía frente al absurdo de decapitar jueces para colocar patiños electos popularmente. Nos rebelamos, luego existimos… o nos atrapa Tánato.

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