Interpretar la Constitución no es robar. “Una vez separado de su emisor (así como de su intención) y de las circunstancias concretas de la emisión, un texto flota (digámoslo así) en el vacío de un espacio potencialmente infinito de interpretaciones posibles”, dice el gran lingüista y filósofo Umberto Eco, en su escrito “Los límites de la interpretación”. Y por si fuera poco, José Ortega y Gasset dice que “leer comienza por significar el proyecto de entender plenamente un texto”. Desentrañar, sacar de las entrañas del texto, al leerlo, su significado e impacto social es un ejercicio de civilización humana, que sólo el analfabetismo jurídico-cultural del morenismo desprecia.

Ortega lo dice claramente: “1. Todo decir es deficiente —dice menos de lo que quiere. Todo decir es exuberante— da a entender más de lo que se propone”. Por eso el autor de “La rebelión de las masas” sentencia: “para entender lo que alguien quiso decir nos hace falta saber mucho más de lo que quiso decir y saber de su autor mucho más de lo que él mismo sabía”. (OC. Tomo 9. p.752. Alianza) Quienes escribieron la Constitución y pusieron un límite a la sobrerrepresentación parlamentaria ¿por qué lo hicieron? ¡Es necesario interpretar! Interpretar no es desobedecer nuestra Ley fundamental. “Ningún texto puede ser interpretado según la utopía de un sentido autorizado definido, original y final”, remata Eco.

Hay quienes intentan aclarar de un modo “originalista” la Constitución, mientras otros lo hacen más “deliberativa” o “evolucionista”. Los primeros ponen el acento en la fidelidad a su letra, a la frontera en la aplicación de la coyuntura, y al desprecio de un “sentimiento constitucional”; mientras que los “evolucionistas”, creen en una “Constitución viva” no fosilizada, no se deslizan por las letras constitucionales, abrazan el dinamismo del “querer social”, ese “sentimiento de la Nación” (Morelos). El redactor de los “originalistas” es el constituyente, el firmante de la Constitución, el de los “evolucionistas”, es el juez del Tribunal Constitucional. Los primeros son conservadores ¿quién se lo dirá a AMLO?, los segundos, progresistas.

El debate ya se ha dado, es famoso episodio histórico, cuando, en 1987, el conservador presidente Ronald Reagan, propone como juez de la Corte Suprema al ultraconservador Robert Bork, quien pugnaba por venerar al texto constitucional original y petrificarlo tal como se escribió en 1787; mientras Ronald Dworkin defendió un papel más activo del juez, la vivacidad de la Constitución para adaptarse a la sociedad actual.

Los derechos a la vida, libertad e igualdad, o bien, el derecho a la felicidad o dignidad de las personas, estipulados en la Constitución, sólo pueden ser correctamente entendidos desde la perspectiva histórica y carecen de límites exactos. Interpretar la Constitución es un ejercicio de inteligencia, de saber, de cultura, de leer correctamente diría el escritor de “Meditaciones del Quijote”; o bien, de aterrizar y encarnar un texto flotante, aseguraría el novelista de “El nombre de la rosa”.

Interpretar que el límite a la sobrerrepresentación es vedar y vetar la capacidad de reforma de la Constitución para una sola fuerza política, es saber leer la Constitución; recitarla letrísticamente garantiza el aplauso de quienes con esas mismas manos, guillotinarán mañana a los claudicantes pregoneros de un originalismo adánico inexistente.

Senador de la República

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