El 2024 fue un desastre prácticamente absoluto para los partidos opositores. La campaña presidencial de Xóchitl Gálvez inició firmando literalmente con sangre su respaldo a las políticas sociales de López Obrador, y lo que siguió fue el lento vaciado de una campaña sin rumbo ni sentido, que concluyó el dos de junio con la oposición simbólicamente desangrada: El PAN vivió el año pasado su peor jornada electoral desde las elecciones de 1985 y del caos sólo puede presumir a Guanajuato, Aguascalientes y Querétaro. El PRI quedó reducido a la condición de Patiño y el PRD tuvo la decencia de -por fin- desaparecer.
Para añadirle insulto a la injuria, todavía la misma tarde de las elecciones, cuando ya se había consolidado el colapso opositor, los dirigentes partidistas se apuntaron la ocurrencia de salir a festejar en conferencia de prensa un supuesto triunfo …para luego pasar los siguientes meses enojados con Xóchitl por reconocer una derrota cuya claridad hacía que cualquier alegato de fraude resultara, ya no solo falso, sino directamente ridículo.
En otros países, un resultado como el del dos de junio basta y sobra para provocar la renuncia inmediata de las dirigencias, no solo a sus cargos dentro del partido, sino incluso a sus curules y hasta a la vida pública, como ocurrió en 2019 con Albert Rivera, el fundador del partido español Ciudadanos.
Seamos sinceros, la crisis de la oposición mexicana es tan profunda como incuestionable y era de esperarse que las masas de la militancia se rebelarían en indignación, que los partidos se sacudirían de raíz con la fiebre de la ira y de la autocrítica; nada de eso pasó. A pesar del desastre electoral y el ridículo gesto de celebrar una victoria imaginaria, Marko y Alito no solo mantuvieron la respectiva carrera y escaño, sino que conservaron tranquilamente las dirigencias de sus partidos.
En el caso del PRI, Alejandro Moreno hasta se dio el gusto de reelegirse con reforma estatutaria y asamblea nacional de por medio. Sí, algunos liderazgos renunciaron a su militancia, pero por lo demás la estructura del partido se mantuvo en santa paz, con Alito en pleno control de las palancas de la burocracia tricolor para operar tranquilamente como líder de cara al 2027.
En el PAN, la historia es muy parecida. La transición de Marko Cortés a Jorge Romero, cuyo desenlace ya se conocía desde hace años en el radiopasillo blanquiazul, transcurrió sin mayores contratiempos y sin que el colapso electoral impactara realmente en el fondo, el discurso o en las acciones de la dirigencia saliente, o de la entrante.
Esa actitud de business as usual es quizá lo más extraño de todo este escenario: al cierre del 2024, pareciera que en ambos partidos simplemente le dieron vuelta a la página de la derrota electoral, para seguir siendo y haciendo básicamente lo mismo, a cargo de básicamente los mismos; si acaso hubo alguna piscina de reflexión alimentada por las lágrimas de la derrota, pero que -de tan superficial- se evaporó y quedó seca al sol del siguiente ciclo de noticias.
¿Dónde está el enojo? ¿Dónde está la acción? ¿Dónde está la reacción? ¿Dónde están -en pocas palabras- los militantes? Hay gritos aislados, pero nada más.
Ahora bien, vista la actitud de las dirigencias en el último trimestre del 2024, parecen haberse convencido a sí mismas de que la aparente tranquilidad de sus estructuras políticas es una señal de confianza; creo que se equivocan. Este silencio no es serenidad, es erosión; no es que la militancia se sienta a gusto, es que ya no hay la suficiente militancia como para protestar. No es solo que la gente esté enojada, es que la gente ya no está.
Se notó en las calles: la campaña del 2024 fue la menos ciudadanamente activa de la época democrática: casi no había ni calcomanías en los automóviles, ni conversaciones apasionadas en las calles; fuera del círculo rojo y de los núcleos ideológicos duros, candidatos y propuestas pasaron de noche, sobre todo en los estados que no tuvieron comicios locales.
La alianza opositora contó con representantes de casilla en menos de la mitad de estos recintos a nivel nacional; incluso en la muy urbana Ciudad de México, cerca de 4 de cada 10 casillas quedaron descubiertas. Los ejércitos de voluntarios entusiastas, tan necesarios para que la alianza opositora fuera competitiva frente a la consolidación de un nuevo régimen autoritario, brillaron por su ausencia, y muchos de quienes sí participaron están profundamente desencantados de los partidos.
A pesar de todo, en los comités nacionales de la partidocracia, parecen no enterarse: Jorge Romero insiste en abrir el PAN a los ciudadanos, como si hubiera ciudadanos tocando a la puerta; Alito dice que el PRI evoluciona, cuando -si acaso- es un fósil viviente, que clama por la misericordia de la extinción.
La pregunta natural es ¿por qué? ¿Cómo es posible que no se den cuenta de la gravedad de la situación? La respuesta tiene que ver con el aislamiento de las altas burocracias: en cualquier organización, entre más arriba de la estructura está un funcionario, más se reduce su contacto con la realidad, porque en lugar de interactuar, en igualdad de circunstancias, con la complejidad y las contrariedades del mundo exterior, lidia sólo con aquella pequeña partecita que sus subalternos le embotellan en forma de agenda.
Piense usted en los partidos: un militante normal e incluso un dirigente municipal se topa -quiera o no- con el amargo escenario de las juntas informativas prácticamente desiertas o los reclamos sin filtro de amigos, vecinos y conocidos que le tienen a la mano. Por el contrario, un dirigente nacional interactúa casi por completo dentro de una burbuja de protección; Sí, recorre el país, pero normalmente solo viaja a eventos que están diseñados para dar la impresión de que todo está bien (el curso, el desayuno, la conferencia, cuidadosamente orquestadas para halagarle), escenarios donde decenas, cientos o hasta miles de personas le aplauden el rollo y le piden la foto.
Es comprensible, por lo tanto, que esos líderes se formen una imagen distorsionada, pensando que aquellos puñados de militantes entusiastas son fiel reflejo del ánimo general, cuando en realidad se trata tan solo del remanente burocrático; no la punta de lanza, sino todo lo que queda, porque los militantes de a pie ya se fueron o ya no están lo suficientemente involucrados como para hacerse sentir.
Las militancias están tanto numérica como emocionalmente anémicas, y ese fenómeno empeorará a partir de enero, porque muchos de aquellos militantes activos, que todavía mantienen el ánimo y la esperanza de cambiar las cosas, se dispersarán en las decenas de protopartidos en marcha por todo el país.
Dicho lo anterior, quizá las dirigencias del PAN y el PRI no se sienten amenazadas por estos “nuevos partidos”. Saben que la partidocrática legislación mexicana -que ellos mismos diseñaron- tiene barreras prácticamente inexpugnables para la consolidación de opciones políticas que les hagan competencia. Incluso si algún nuevo partido obtiene el registro, el sistema (que en la práctica exige un millón y medio de votos para mantener el registro en una elección intermedia, como la de 2027) está fabricado para que la nueva opción se extinga en su debut.
Sin embargo, cuando acaben de aplaudirse a sí mismos por ser la única oposición con lugar en la boleta, los partidos tradicionales harían bien en salir de su burbuja y preguntarse ¿por qué no hay fiebre? La respuesta la encontrarán si se deciden a recorrer fuera de agenda sus comités desiertos, a visitar a sus exmilitantes y dialogar con quienes ya lo son solo por inercia.
Tal vez de este modo por fin comprendan que, si no hay “fiebre” en sus estructuras, quizá no es señal de que “la militancia” está sana, sino de que ya se les fue. Antes de cualquier intento serio de “abrirse” a la sociedad, necesitan reconquistarla.
Gerardo Garibay Camarena. Doctor en Derecho, profesor, escritor y consultor político. Su nuevo libro es "La forma del futuro: del metaverso y los macrodatos, a la civilización de la soledad y las nuevas lealtades".