“Lo que diga el licenciado”, “hay que esperar al licenciado”, “él manda porque es el licenciado”. En México, la palabra “licenciado” entró en el habla coloquial con tonos y matices casi mágicos, como fuente de autoridad, de certeza, de aspiración, de poder, como un hechizo, y -más aún- como una promesa social. Por eso es tan peligroso.
Empecemos por el inicio: una “promesa social” va mucho más allá de alguna simple campaña publicitaria o un eslogan político. No todo lo que el gobernante de turno prometa en un mitin entra en esta categoría. Las promesas sociales son las cláusulas fundamentales del contrato tácito que mantiene vigente la convivencia, mega narrativas que se construyen a largo plazo, impulsadas, un día sí y otro también, tanto por el gobierno como por las empresas y la sociedad en general, apuntaladas simultáneamente en las columnas de opinión de los periódicos, en las telenovelas de la tarde y en las conversaciones cotidianas, hasta el punto del consenso constante.
Una de grandes promesas se está convirtiendo en una olla de presión, capaz de derivar no solo en inconformidad, sino incluso en turbulencia y hasta en violencia: la promesa del “licenciado”.
Para entender la promesa
Especialmente a partir de la década de los cincuenta, con el avance del México urbano y la consolidación de la moderna Universidad Nacional Autónoma de México, las universidades públicas estatales y las grandes universidades privadas, comenzó a construirse una gran promesa social que grosso modo es: la clave para acceder a una mejor calidad de vida está en obtener una licenciatura universitaria. Si, en lugar de salir a trabajar como aprendices a los 14 o 15 años, los jóvenes se quedan hasta los 22 o 25 atados a un pupitre, podrán acceder a un título, que es su pasaporte a una vida de comodidades y de riqueza superior a la de los demás.
Según la promesa, mientras el carpintero, el herrero, el plomero, el albañil o el agricultor estarían condenados a realizar trabajos cansados y “humildes”; el “licenciado”, armado con intelecto y poder superior, trabajará desde la comodidad de su gran escritorio, con un salario drásticamente superior al de aquellos trabajos manuales o técnicos.
La imagen del “licenciado” como figura aspiracional se repitió en todos los tonos y en todos los espacios posibles durante décadas, hasta imprimirse en la conciencia de una gran parte de la población e inspirar a millones de familias para dedicar – literalmente- sangre, sudor y lágrimas para que sus hijos fueran licenciados.
Esos millones de personas enfocaron todos sus recursos en la apuesta educativa, confiando en que todo el esfuerzo valdría la pena cuando sus hijos disfrutaran de una carrera laboral comparativamente más aventajada, más sencilla y próspera que la de sus padres o abuelos. Los gobiernos replicaron alegremente esta esperanza. Partiendo de que tener un título universitario implicaba un drástico aumento en los niveles de vida, llegaron a la conclusión de que, si el título universitario era el gran impulsor de ese salto, había que dárselo a todo mundo.
Como resultado, la cobertura de la educación superior se multiplicó. En apenas 20 años, entre 1990 y 2010, el número de personas de 24 años y más con algún grado aprobado en estudios superiores aumentó a más del triple (subió de 3 millones a 10 millones, según INEGI), y para el 2024, el total ya ronda los 14 millones. Por supuesto, ese avance tiene mucho de buena noticia, pero era necesario acompañar el cambio con un ajuste a la promesa social que lleva aparejada; había que aclararle a la gente que la licenciatura ya no es un privilegio, sino el nuevo estándar. Y eso no se explicó.
Piénselo un momento: en menos de medio siglo surgieron opciones públicas y privadas para todos los presupuestos, todos los gustos, todas las carreras y todos los niveles de capacidad intelectual. Ciudades y estados en las que hace 50 años apenas se sumaba un puñado de titulados por ciclo, con vía directa para integrarse a las crecientes burocracias (públicas y privadas) ahora reciben en la fuerza laboral a miles o decenas de miles de flamantes licenciados, para los que no hay lugar -al menos no en los cargos de alto nivel que padres, maestros y publicidad les dibujaron en sus mentes.
Esos recién egresados llegan al mundo adulto con la satisfacción de haber cumplido “su parte del trato” y, por lo tanto, con la sensación de que es momento de que la sociedad les cumpla a ellos con la otra mitad de la promesa: se mataron estudiando, ahora les toca cosechar, y resulta que la promesa social es falsa. Bueno, quizá no falsa, pero distinta a como les hicieron pensar.
Los licenciados de antes, no son los de ahora.
Sí, en las generaciones previas, la población con título universitario tuvo acceso a niveles de vida y oportunidades drásticamente superiores a aquellos de la población con menos estudios, pero hay un pero: correlación no significa causalidad.
Los “licenciados” suelen ganar más y hasta hace unos años muchos pasaban directo a “jefes”, pero ello no ocurría (solo) porque fueran licenciados, sino porque, en un país como México, donde la educación superior (sobre todo en provincia) estaba muy restringida, las personas con más dinero, con más contactos o con más inteligencia eran las que tendían a acceder al título universitario; este, por el mero hecho de su escasez (aunada a las ventajas intelectuales, sociales o económicas ya descritas) representaba un diferenciador de alto valor en el mercado laboral.
Para decirlo en términos coloquiales: había pocos burros para muchos olotes. Si en tu municipio o colonia, los “licenciados” se contaban con los dedos de la mano, convertirte en uno de ellos te convertía casi por default en parte de la crema y nata de esa región.
Aquí entra en juego el efecto secundario de la explosión en la cobertura educativa. Conforme la educación superior se multiplicó, se pusieron en marcha dos cambios: primero, la universidad quedó al alcance de personas con cada vez menor nivel intelectual, económico o de contactos (palancas, pues) que pudieran impulsarlos al inicio de sus carreras como profesionistas; y segundo, por el solo hecho de su comparativa abundancia, dejó de ser el gran diferenciador en el mercado laboral; ser “licenciado” es algo especial, pero, parafraseando a Los Increíbles “si todo mundo es especial, entonces nadie lo es”.
¿Resultado? Para las personas que acceden al mercado laboral en 2024, la licenciatura les representa un valor mucho menor a lo que hubiera representado ese mismo título hace 20, 30 o 50 años.
Las promesas no se rompen en vano
Millones de familias, particularmente de clases medias-bajas y bajas, que son las que hicieron un mayor esfuerzo para acceder a la promesa social de una mejor calidad de vida a través de la educación universitaria, se están topando con que el resultado no cuadra. Aumentó el nivel educativo, pero el salario promedio en 2022 es más bajo de lo que era en el 2000 ($16,685 dólares anuales contra $17,311 dólares anuales, respectivamente).
Podemos matizar las cifras todo lo que queramos, pero la tendencia permanece. Aterrizada a nivel familiar, significa que sí, sus hijos son “licenciados”, pero también lo son los hijos de los demás vecinos de la colonia; ya con título en mano, se topan con puestos altamente competidos a cambio de salarios que se parecen mucho más a los de aquellos trabajos manuales que al lujo de la gran oficina.
Antes ser “licenciado” pagaba más, porque equivalía a llegar a un puesto de jefe, ahora ya no. ¿Y los puestos “mejores”? Para esos ya no basta, ni de chiste, con la licenciatura; es indispensable la especialidad, maestría y doctorado, incluso para labores relativamente sencillas, que bien pueden aprenderse en el propio trabajo. Es la “inflación de títulos”: filtrar aspirantes por medio de requisitos educativos cada vez más altos, para funciones que en realidad no los necesitan, dejando a las nuevas generaciones con la carga económica y el tiempo perdido de pasar muchos más años en las aulas, para terminar en una posición social/laboral comparativamente similar a la que habían tenido (sin tanto trámite) sus padres o abuelos.
Por supuesto, este no es solo un problema de México, es un problema global, y está reflejado en debates como el de la precarización laboral, al son de que antes los trabajos de oficina pagaban más y con mejores condiciones.
En realidad, no es que necesariamente los trabajos se hayan vuelto más precarios, es que los requisitos para acceder a los cargos de entrada se inflaron hasta el absurdo. Por ello, en lugar de entrar a una empresa como aprendices a los 14 o a los 15 años, con pocas expectativas y toda la vida por delante; ahora entran de aprendices ya siendo licenciados o posgraduados, a los 25, 26 o 27 años, con expectativas y cargas económicas mucho mayores.
Lo peor del caso es que el problema no termina aquí. Todo el estrés y la amargura que ya puede comprobar cualquier reclutador de recursos humanos (o casi cualquier persona que converse con gente de 25-35 años) es solo el inicio, apenas viene la cresta de la ola. Se va a poner mucho peor.
La “gran” generación mexicana todavía viene rumbo a las universidades, el último pico de los nacimientos antes del otoño demográfico, que inició en 2011. Son más de 25 millones de personas que van a integrarse a la fuerza laboral de aquí al 2032, incluyendo (cuando menos) unos 10 millones de nuevos licenciados.
Básicamente, serán más licenciados que nunca, con un nivel académico promedio más bajo que nunca, enfrentándose a un mercado laboral en plena crisis de automatización y que carga la falta de dinamismo que se traduce en poca creación de empleos, particularmente aquellos con las condiciones salariales y de vida que les prometieron al venderles la fantasía de que, al titularse en la escuela fulanita serían “líderes” “referentes” y “disruptores”. Multitud de familias que hipotecan hasta la casa para pagar colegiaturas y costos asociados; un gran sacrificio, para que los hijos se topen con que solo serán referentes en el reparto de cafés, ubicados -con todo y su flamante título de “licenciado”- en puestos de aprendices con salario mínimo. Y eso encabrona.
Millones de personas están enojadas, sienten que el México de la transición y el TLC les jugó chueco y ese resentimiento ya fue determinante, porque es uno de los combustibles clave para el triunfo político del obradorismo, y no va a parar ahí. Sigue filtrándose en las conversaciones de los jóvenes y comienza a notarse en la decepción de sus padres, que -aferrados a la esperanza- tratan de convencerse a sí mismos de que, si sus hijos no cumplieron el sueño de ser ese licenciado poderoso de la promesa social, es por falta de ganas o por falta de suerte; en cuanto se den cuenta que no es por eso, sino porque la promesa misma fue un engaño, la tensión se va a descontrolar.
Añádale el ingrediente de la automatización, que desequilibrará incluso a los profesionistas bien asentados, y está la mesa puesta para un conflicto capaz de descarrilar instituciones y hasta países enteros. Conste, va a doler.
Gerardo Garibay Camarena. Doctor en Derecho, profesor, escritor y consultor político. Su nuevo libro es "La forma del futuro: del metaverso y los macrodatos, a la civilización de la soledad y las nuevas lealtades".