Una de las cuestiones que más me marcó de manera profunda en el 1968 mexicano, aparte por supuesto de mi presencia el 2 de octubre en la plaza de Tlatelolco, fue el hecho de que el 12 de octubre, día en que se inauguraron los Juegos Olímpicos, parecía todo olvidado. El que la sociedad mexicana que había participado en los gritos de “México, México, libertad”, los cambiara por los de “México, México, ra-ra-rá”.

Me parecía una prueba de insensibilidad e indolencia por parte de los mexicanos que parecían ajenos frente a las escandalosas cifras de más de 200 muertos que, se murmuraba, habían sido el resultado de la intervención del ejército. Y aunque a pesar de que más tarde la cifra se redujo notablemente, no dejaba de ser lo que entonces de manera pedante pensaba yo, de acuerdo con Marcuse, era en este caso: la capacidad enajenante del deporte como espectáculo, como una de las formas modernas de adormecer conciencias.

Hoy, 55 años después, vivimos en medio de una ola de sangre que convierte en páginas de nota roja las páginas políticas; día a día la televisión, hoy potenciada y amplificada por las redes sociales, nos da cuenta de decenas de mexicanas y mexicanos muertos todos los días; de manera rutinaria recibimos esas noticias.

Pese a la experiencia vivida, no dejan de sorprenderme aun todavía las reacciones de indiferencia de la sociedad mexicana, de la mayor parte de la población frente a hechos tan dramáticos y trágicos como el incendio de las instalaciones del Instituto Nacional de Migración de Ciudad Juárez de hace algunas semanas en el que murieron más 40 personas calcinadas; lo primero que me trajeron a la memoria antes  que nada fueron los campos de concentración nazi al ver la actitud indolente, pasiva e indiferente de los guardias.

La última vez que reaccionó la sociedad mexicana frente hechos de tal violencia fue ante la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa y que ahora cada año provoca algunas manifestaciones cada vez menos concurridas, seguramente en parte por la manipulación y manoseo político del que este hecho ha sido objeto.

Frente a todo ello, hoy se ha comenzado a hablar de un “humanismo mexicano”. Un humanismo que frente a lo único que se indigna y conmueve parece ser sólo la corrupción económica y política y no ante la pérdida las vidas humanas. Pareciera que este “humanismo” sólo piensa en cuestiones materiales e ideológicas y no en los seres humanos concretos.

Al igual que en 1968, los responsables siguen en sus cargos y la impunidad se regodea. Me pregunto a qué tipo de humanismo responden la sociedad mexicana y sus gobernantes.

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