La política latinoamericana padece hoy un problema que alguna vez marcó al mundo del deporte: el juego sucio. En la década de los ochenta, las trampas, los ataques a los árbitros, las patadas entre jugadores, y los dopings se habían vuelto habituales. Estas prácticas afectaban a distintas competencias, pero particularmente al futbol, que se volvía cada vez menos atractivo para los espectadores.

Algo similar sucede hoy en la política del continente. Los procesos electorales se han ensuciado. Cada vez es más común ver candidatos/as que atacan a los árbitros, que buscan dejar fuera del campo a sus rivales, que se niegan a reconocer la derrota o que buscan ganar al margen de las normas. Estas prácticas contaminan la competencia electoral y alejan a la ciudadanía de la política. Ante esta realidad compleja, se vuelve imprescindible impulsar un “fair play” electoral.

Surgido en el ámbito del deporte como respuesta a las malas prácticas mencionadas, el concepto de fair play tiene múltiples dimensiones. En primer lugar, supone el respeto irrestricto por las reglas de juego. Lamentablemente, en el afán de vencer, muchas veces los candidatos recurren a maniobras prohibidas, como la compra de votos o el financiamiento ilegal. Para garantizar la legalidad y legitimidad de un proceso electoral es fundamental acabar con cualquier forma de hacer política al margen de la ley.

El fair play implica también el respeto por los rivales. Cada vez es más frecuente ver ataques personales entre candidatos, discursos agresivos y operaciones difamatorias. Evitar personalizar las disputas políticas y centrar los discursos de campañas en propuestas programáticas es también un componente esencial del juego limpio.

Igualmente importante es el respeto por el árbitro. En los últimos años hemos observado con preocupación una tendencia creciente entre los candidatos a atacar a las autoridades electorales, no sólo cuestionando sus decisiones, sino poniendo en duda su capacidad e imparcialidad, muchas veces sobre la base de noticias falsas. Poner fin a este tipo de ataques es crucial para evitar que el proceso sea desacreditado a los ojos de la ciudadanía.

Jugar limpio supone, por otra parte, hacer el máximo esfuerzo por vencer; pero, de no conseguirlo, aceptar la derrota con dignidad. Desafortunadamente, igual que en el deporte, en la política abundan los malos perdedores. Sobran los ejemplos de candidatos que, decididos a no conceder la victoria al adversario, apelan a construir una narrativa de fraude. Aunque infundada, esta suele tener eco entre los partidarios propios, quienes practican un fanatismo ciego, que cualquier equipo envidiaría. Este tipo de maniobras dañan la credibilidad del proceso electoral y restan legitimidad a quien accede al poder. Jugar limpio implica, por lo tanto, aceptar el resultado de la elección.

Ahora bien, así como el fair play exige saber perder, exige también saber ganar. Una victoria no es un cheque en blanco para que el vencedor lleve adelante su propia agenda sin concesiones ni diálogo. El triunfo en las urnas representa el apoyo de una mayoría, pero en toda elección hay una parte de la sociedad que no se siente representada por el ganador. Es fundamental, por lo tanto, que quien resulte electo busque atender también las demandas e intereses de quienes no lo han votado.

Es importante resaltar, por último, que la responsabilidad del fair play recae no sólo sobre los jugadores, sino principalmente sobre quienes decidimos su suerte: los votantes. Somos los electores quienes tenemos el poder de castigar al mal perdedor, al que rompe las reglas, al que recurre a trampas. Si hemos llegado a un escenario tan crítico como el actual, es porque hemos premiado a quienes no juegan limpio. Fuimos nosotros quienes permitimos que se ensucie el juego, se debiliten los árbitros y se desprestigien los equipos. Somos nosotros, por lo tanto, quienes a través del voto debemos exigir que se cumplan los principios del fair play electoral.

Director del Departamento para la Cooperación y Observación Electoral de la OEA.
Twitter: @gerardodeicaza

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