A mi papá le regalaron un telescopio que, en comparación con los que conocíamos, era enorme. Apasionado por su nueva visión del universo se quedaba hasta la madrugada, durante los fines de semana en Cuernavaca, acompañado de mis dos hermanos menores enfundados en cobijas, explorando el firmamento en búsqueda de una mejor visión de la luna, las estrellas y los planetas.
Al día siguiente durante el desayuno, entusiasmados, platicaban sobre las maravillas que habían divisado: “Hoy en la noche te voy a enseñar una estrella como nunca la has visto, su brillo te va a impresionar. El telescopio es tan potente que hemos podido ver de cerca una estrella impresionante, no lo vas a creer”, me dijo mi papá, quien desde que éramos muy pequeños solía llenarnos la mente con ilusiones y pintarnos un escenario de la vida optimista y prometedor. Y era tan buen vendedor —a eso se dedicó toda la vida— que lo que él dijera para nosotros era ley.
Tendría yo unos 14 años y lo único que me interesaba entonces eran las amigas, los niños y las fiestas, no los astros. Pero esa noche acudí a la cita para ver la estrella maravillosa de la que mi papá hablaba. Una vez ahí, “los expertos” se tardaron horas en analizar, acomodar la lente, ajustar la posición del telescopio, el enfoque, ¡qué se yo!
Cansada y cuando estaba a punto de desesperarme y abandonarlos, exclamó “¡Aquí esta! Ven rápido para que no la perdamos de vista. Me levanté tan rápido como pude, pegué el ojo a la lente y sí, en efecto, ¡vi un brillo espectacular!, era como un diamante enorme que titilaba... Me golpeó el misterio, el silencio sin tiempo y la vastedad del universo.
Lo que sentí al ver esa imagen hoy puedo compararlo con el momento en que vi, por vez primera, a cada uno de mis hijos al nacer; cuando me di cuenta de que estaba en verdad enamorada de Pablo; cuando vi la luz del amanecer pegarle a una montaña nevada que se reflejaba en un lago y que me tomó por sorpresa al salir a caminar.
En fin, momentos de eternidad que todos hemos tenido y que nos permiten vislumbrar por segundos otras dimensiones de la vida.
Estar presente
Pero mi estado catatónico de esa noche en Cuernavaca duró unos segundos. Lo cortaron las risas burlonas de mis hermanos y de mi papá al comprobar que había caído en la trampa de una visión falsa, producida al desenfocar el telescopio para darme la grandiosa estrella —lo que a ellos con seguridad también les había pasado. Una vez que ajustaron la lente, la estrella se veía tan pequeña como a simple vista. Gran decepción. No importa.
Aunque la imagen era falsa abrió una puerta dentro de mí que desconocía. El resquicio hacia la existencia de algo mucho mayor a mi persona y al mundo tangible. Como si hubiera entrado por unos segundos a la eternidad. Hoy comprendo que fue la emoción de estar absolutamente presente y desear no perderme de nada lo que provocó la magia. Puedo comprender también que estar presente es la salida a las angustias que causa la mente, a las preocupaciones que vivimos, a la ansiedad ante las múltiples disyuntivas que se presentan. No es que las cosas vayan a cambiar, la vida es la vida, lo que cambia es nuestra postura ante lo que vivimos.
Desde esa posición de conciencia aprendemos a navegar los tiempos difíciles; ver las cosas más claras y con mayor empatía; conectarnos con la belleza y con el dolor que la vida nos ofrece para honrarla y vivirla plenamente con sus altas y bajas.
Sí, estar presente es la salida. Como escribió Pablo Neruda: “Puedes recolectar todas las flores, pero no puedes detener la primavera”.