La realidad no se puede evitar, sólo enfrentar. Me encuentro en una playa a la cual, desde hace 35 años, solía venir con Pablo y mi familia. Esta vez vine sola. De una extraña manera el alma lo pide, lo busca, lo necesita al vislumbrar que mi vida ha tomado otro giro por completo. Estar presente es como trato de eliminar el temor y la duda que amenazan con acompañarme. En soledad quise enfrentar mi nueva situación sin ningún velo. “Soledad”, no como “la Antártida del alma”, tal como el doctor Robert Weiss se refiere a un sentimiento de infelicidad, sino como un retiro para poner claridad y luz a mis pensamientos y sentimientos.
La compañía amorosa de familia y amigos es lo que sin duda nos sostiene ante una pérdida. Me doy cuenta, también, de que es una estructura imprescindible que debemos cuidar y fomentar. En el día a día no nos percatamos de su enorme importancia, pero en una crisis, enfermedad o cuando acontece una pérdida, tal como esos coches que se transforman en súper héroes, aparece la gran estructura de la familia y los amigos que nos sujetan. Sin ella, seríamos el molusco que nos sentimos por dentro.
Estar aislada es una lección difícil de aprender. Sin embargo, ese acompañamiento a distancia es lo que me regala la capacidad de estar sola y amparada, ¡vaya privilegio! Saber que lo tengo es lo que me permite estar aquí en busca del yo, de mi yo. Con ese respaldo, la soledad se convierte en algo valioso y nutritivo. Este retraimiento me permitió tomar distancia de mi vida y apreciar la belleza de la naturaleza, el vuelo de las gaviotas, el centelleo del sol sobre el mar, el sonido de las olas, y, por la noche, ver una estrella fugaz, que de otra manera jamás la hubiera visto.
A pesar de esto, la realidad es que estar sola no es fácil, en especial, me fue difícil en los primeros días de mi estancia. No obstante, descubrí que, por medio de una rutina de ejercicio, alimentación, meditación, trabajo, lectura y caminatas en la playa, el día fue tomando un orden y el alma también.
Sin duda, la soledad, aunque sea por una hora, un día o una semana, alimenta el espíritu y es necesaria para el encuentro con uno mismo, para pensar y para reflexionar. Es cierto que nuestra vida diaria no nos prepara para saber estar solos. “¿A qué horas?”, nos decimos. El trabajo, las prisas, el ruido, las pantallas de la tecnología como extensión de nuestras manos toman el mando y, como consecuencia, sobreviene la fragmentación y el olvido.
“No es el coche el que nos rebasó —le contesta el conductor a su pareja— nos rebasó el olvido”, escribe Milán Kundera, en su libro La insoportable levedad del ser. El olvido de uno mismo, el olvido de lo que sentimos y pensamos, del tiempo que se disfruta. El olvido de voltear a mirar al otro y saber que existe. Quizá es por lo que después de un torbellino, uno busca la soledad como el sediento un vaso de agua.
La necesidad de re-encontrarnos con el yo de nuestro yo, siempre está latente, soterrada. Habría que reaprender a estar solo, sola, para darnos cuenta de que nos da algo muy valioso: encontrarnos con lo que en realidad somos, con nuestra esencia: armoniosa, perfecta y omnipresente, que está a la espera de nuestro regreso a casa, cual hijo pródigo. Ahí, descubrimos que la vida regresa al vacío, de una manera más rica y plena que antes.
Regalarnos un rato de soledad acompañada nos equilibra, limpia y ordena. Nadie puede hacerlo por nosotros, así como nadie puede acompañarnos a esto que nos sana tanto hacer.
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