Algo tienen los trenes que hacen que los viajes en ellos sean tan placenteros. ¿Es el ritmo, el vaivén o el ruido blanco que produce el roce de las ruedas con las vías, que a la par que se escucha y no se escucha, arrulla? ¿Es el silencio, el paisaje variado que miramos pasar como a la vida misma, con el tiempo exacto para contemplarlo antes de que a los pocos segundos desaparezca y de lugar a un cuadro nuevo, hasta llegar a nuestro destino final?

Me gusta viajar en tren. A diferencia de un avión, el tren tiene ritmo de costa. Va a su tiempo, siempre puntual. No corre prisa. Me brinda un espacio perfecto para reflexionar, leer, ver una película o escribir sin interrupciones.

Por primera vez tomé un tren sola. En esta ocasión el trayecto fue de tres horas sin distracciones. Pero antes, formada en la línea para abordarlo al punto de las diez, platiqué con una joven pareja muy agradable de Monterrey que estaba en su luna de miel. “Viajamos sin itinerario fijo”, me contó. “Qué delicia”, pensé. En pocas ocasiones se puede viajar sin preocupaciones ni obligaciones de ningún tipo, al menos durante los días en que el trabajo y el presupuesto lo permita. Un viaje dedicado a conectar las almas, crecer la intimidad y conocerse más en todos los sentidos, enmarcado en todo aquello que les cause placer.

De inmediato recordé cuando mi esposo y yo nos encontrábamos en la misma situación. Sumergidos en la burbuja de un mundo perfecto de amor, en el cual todo es ilusión, promesa, complacencia mutua y un horizonte vasto de futuro. Al mismo tiempo, todo, absolutamente todo, es una interrogante sin respuesta. Pero en ese momento, no importa, no se contempla su magnitud, porque vivir el presente, sumergidos en el amor y en el disfrute es lo único relevante, lo que da la certeza y la confianza en que todo, en la travesía de la vida, estará bien.

“Así se debe comenzar una vida juntos”, pensé. Es importante afianzar con todo tipo de placeres el inicio del viaje, para cuando la burbuja de la ilusión se termine y la vida nos proporcione por sí misma la travesía sin itinerario fijo.

De jóvenes, creemos que el amor es suficiente para controlar el destino. Si bien en gran parte lo es, también es cierto que la vida tiene sus planes y le marcará a esta pareja de luna mieleros –como lo hace a todas– altos en estaciones no planeadas ni contempladas, unas hermosas y placenteras y otras no tanto. Es como el dicho aquel: “El camellero tiene sus planes, pero el camello tiene los suyos”. En cada uno de estos puntos se les presentará a ambos la disyuntiva de bajarse y tomar un camino propio o continuar juntos. Ese es el compromiso que en realidad se adquiere el día de la boda. Y es en la etapa de la burbuja del viaje placentero, en la que el ritmo, el vaivén, el sonido y el paisaje fortalecen las ilusiones y el amor para lo que depare el futuro.

En una estación posterior, una pareja de ancianos abordó el tren para sentarse frente a los recién casados. La escena me pareció una metáfora perfecta de lo que significa transitar una vida en pareja. Imaginé los viajes sin itinerario fijo que la pareja mayor habrá hecho con sus hijos y nietos, las muchas experiencias, dificultades, momentos de gozo, tristeza, placer y dolor.

De eso se trata el trayecto, de compartirlo todo con la persona que amas, en el que lo doloroso se fracciona y lo que nos da gozo se multiplica. Y así van las dos parejas, en el tren de la vida, tomadas de las manos, como ejemplo a seguir.

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