La muerte
y el duelo son temas de los cuales no nos gusta hablar, sobre los que evitamos leer y que hasta consideramos de mal gusto compartir. Es tanta nuestra alergia a la muerte, que no toleramos que un doliente hable por más de equis días sobre su pena. Asimismo, es común que ante una pérdida dolorosa, vivida por nosotros o por alguien cercano, prefiramos las distracciones de un mundo que ocurre en la nube de las redes sociales o del entretenimiento, para desconectarnos y no lidiar con la realidad. Se necesita valor para encarar nuestra vulnerabilidad y la de quienes nos rodean.
En estas últimas semanas y días, me he dado cuenta del abismo que hay entre enseñar o escribir teorías y la agonía que es vivir la realidad. No hay palabras, consejos, nada que consuele. Es como estar en una lanchita en alta mar, paleando en medio de una tremenda tormenta. La gente parada en tierra firme, bienintencionada, te indica qué hacer, pero no puede hacerlo por ti. Se necesita haber estado en esa lanchita para comprender lo que se vive.
Si bien he leído todo cuanto llega a mis manos acerca del duelo, me parece una experiencia nueva para la que nadie ni nada nos prepara. O, mejor dicho, a la que rara vez nos interesa acercarnos. Recuerdo que, en una ocasión, me invitaron a tomar un curso de tanatología, invitación que rechacé desde la altivez de creer que la situación me sería ajena toda la vida. Pues una forma de llevar nuestra existencia es pensar que somos inmortales y nuestra gente querida también lo es. Hasta que un día cualquiera, la fatalidad se anuncia con bombo y platillo a la vuelta de la esquina y todo en nuestra vida cambia por completo. Entonces, con la cadena de seguridad puesta, abrimos la rendija de la puerta y asomamos un ojo para intentar negociar inútilmente con ella.
Apenas ha pasado un mes desde la partida de Pablo, mi adorado esposo. Sé que tengo que retomar mi trabajo y regresar a mi centro, pero mi cerebro se encuentra en una especie de parálisis mental, en el corazón tengo un vacío emocional y el cuerpo lo siento tan poroso como una coladera. Sólo me habita una profunda tristeza que aparece a la menor provocación.
Cuando mis amigos me intentan distraer, invitar a salir, sacar a algún lado, finjo y trato de estar bien, pero en el fondo, es un estar sin estar. Prevalece en mí la sensación constante de querer regresar a casa, en espera de encontrar la vida como era antes. El silencio de nuestro hogar es inmenso, los espacios que antes llenaba él y la presencia de cada objeto cotidiano, como un rastrillo, los lentes para leer o el sillón en el que veíamos juntos la tele, han perdido su sentido.
Lo que hasta ahora he aprendido es cuán importante es abrir los ojos para darnos cuenta de que el pesar es tan grande y la mente tan cruel, que nos arrastran con insistencia hacia la incertidumbre del futuro, a un pasado que no volverá o a un presente que nos recalca la ausencia del ser amado. Es entonces cuando hay que repetir la frase de mi tanatóloga como un mantra: “Si no me da paz no viene del amor”.
Confío en que, con el tiempo, este sufrimiento insoportable se vuelva llevadero y te pido, querido lector, querida lectora, que me aguantes si por ahora no puedo dejar de escribir sobre este tema, pues hacerlo es otra forma de aliviar el dolor.
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