Una tarde soleada de verano, salí al balcón a tomar el aire. Descansaba un poco de escribir mi libro, al cual le he dedicado muchas horas sentada frente a la computadora. Desde el segundo piso del lugar en donde me hospedaba se escuchaba, proveniente del otro lado de la calle, el peloteo de tres canchas de tenis de la municipalidad del pueblo. El sonido prevalecía la mayor parte del día, no obstante, los árboles flanqueaban e impedían la vista de las pistas de juego.

Esa tarde se alcanzaba a percibir que un grupo de amigos se retaba o jugaba un torneo amistoso. Lo supuse por las carcajadas al unísono que soltaron durante la hora y media en que jugaron. Se trataba de esa risa que se expresa a través del cuerpo, mas no proviene de él. ¡Qué divertida se dieron! Sin poder ver ni su edad ni su rostro, ni cuántos eran, podía advertir su entrañable amistad y buena vibra por las carcajadas compartidas. Era envidiable –con mayúsculas– el alboroto, la complicidad y el momento tan memorable que creaban. “Qué importantes son los amigos y qué importante es jugar y reírse así”, pensé. La risa rejuvenece como pocas cosas, no existe cosmético ni medicina que se le compare.

Ya que escribir es un trabajo muy solitario, permanecí un rato de pie en la terraza mientras ese sonido casi sagrado, diría yo, me contagiaba su ánimo a distancia y me alimentaba el alma. La fuerza que tienen las carcajadas hace que nos nutran con tan solo escucharlas. En especial aquellas que surgen del alma.

Una semana más tarde, viajé a otra ciudad, para reunirme con mis ocho nietos de 14 a 24 años, quienes, por vivir en urbes distintas, se frecuentan sólo en las vacaciones, por lo que el encuentro siempre es motivo de festejo. Por la tarde, salimos a caminar sin sus papás, para ponernos al día, conocer la ciudad y buscar un pequeño restaurante para cenar. De regreso a nuestro hotel, que quedaba a alrededor de diez cuadras, comenzó a chispear. “Ya empezó a llover”, alguien advirtió. No acabó de pronunciar la frase, cuando en un segundo el cielo se rompió en un diluvio cuya fuerza impedía la vista a unos metros y provocó que la temperatura bajara de inmediato algunos grados. Ninguno de nosotros estaba preparado.

Corrimos para tratar de encontrar un techo bajo el cual resguardarnos. Todos mis acompañantes comenzaron a reír a carcajadas. “¿De qué se ríen? –pensé–, si nos estamos empapando con lluvia helada.” ¡Claro, la risa resulta de una mentalidad joven!, recordé cuando yo también me reía así y me percaté con pena de cómo cambiamos los adultos. Había olvidado que mojarse es divertido. ¡Es nada más agua! ¿Por qué tomarnos la vida tan en serio? Me acordé de la película Cantando bajo la lluvia [Singin’ in the Rain], en la que Gene Kelly baila y brinca gustoso sobre los charcos, con un paraguas en la mano que de nada le sirve.

Me liberé de mi mentalidad septuagenaria y sus prejuicios y me dejé contagiar por las carcajadas que surgían conforme echábamos a correr. Entonaba la canción que, por supuesto, ninguno conocía. Los charcos crecían y sumergíamos en ellos los tenis al cruzar las calles. Una vez que estuvimos ensopados sin remedio, tuvimos el momento más divertido. Me di cuenta de cuán liberador es reír a carcajadas y de cómo el acto de hacerlo es más profundo de lo que imaginamos. Hace mucho tiempo que no lo experimentaba.

Sin buscarlo, se creó un momento memorable para todos. Al igual que el de los tenistas, nos regalamos un rato de simpleza en el que, sin palabras, nos decíamos: no hay problema, por lo menos mientras estemos juntos y riamos.

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