Qué cierto es: al estar abiertos a amar, lo estamos a sentir dolor. No hay vuelta de hoja. Sólo al atrevernos a esa apertura, vivimos la vida de manera plena.
Cuando un ser querido fallece, el duelo que experimentan las personas cercanas es tan individual como el amor. Y no se puede negar que todo lo que ocurre dentro del breve lapso de nuestra existencia tiene un tiempo natural, como las estaciones del año. Ni el invierno ni el verano pueden prolongarse. Sin embargo, es el pensamiento el que crea la posibilidad de congelarnos mentalmente en la congoja, la autocompasión y la remembranza de lo que se fue. Sólo ahí logramos detener las estaciones.
Durante casi cuatro meses me transporté a otro universo, me ausenté de mi trabajo, con excepción de esta columna –lo cual te agradezco, querido lector, querida lectora, hacer posible, ya que forma parte de mi terapia de recuperación. Me aislé de las redes sociales, de las noticias, dejé de escuchar la radio, incluso música o, si lo hacía, tenía que ser una con ritmos tranquilos y un volumen bajo. Como si la música electrónica o el reguetón tuvieran el poder de romper un interior de cristal muy frágil. Al mismo tiempo, durante este periodo, descubrí más espacio para la reflexión, la lectura y la paz.
Permanecer en un mundo aislado, sin mayor conexión, es muy atractivo. Una voz interior dice: “Quédate aquí, ¿para qué te esfuerzas?, todavía no estás lista”. Al tiempo que desde muy atrás, en el fondo, llega un llamado del alma, que con su voz respetuosa y firme cada vez se escucha más cercano: “Ya es hora, tienes una misión, levántate de tu comodidad”, entre otros decires.
La lucha interior entre esas dos voces es cada día más fuerte. La primera conmina a no esforzarse para nada y la otra nos pide avanzar. Lo que es un hecho es que nadie se moverá por nosotros, como dice el dicho: “Si buscas una mano que te ayude, la encontrarás al final de tu propio brazo”.
Así pasan los días y poco a poco llega el entendimiento de que las pérdidas se integran, no se superan. La vida llama y nosotros respondemos. También, poco a poco, viene la comprensión de que el amor y el dolor pueden coexistir. Las cosas suceden, nosotros decidimos si son buenas o malas, las absorbemos y nos adaptamos, o no. Es una elección. No obstante, lo vivido no se nos resbala; al contrario, nos cambia, para bien o para mal. Y un día nos damos cuenta de que estamos en una nueva realidad, la cual nos impondrá un sentimiento de extrañeza durante un buen tiempo. Hasta que, de manera paulatina, obligados con la vida y con nuestros seres queridos, retomemos y continuemos nuestro transcurrir con alegría.
Ya comienzo a estar activa en las redes sociales, a escuchar la radio, leer el periódico y ver series en la televisión. Si bien, en todo esto encuentro un gran distractor que me proporciona placer, también me doy cuenta de que esos elementos tienen el poder de sacarnos de nosotros mismos. Y eso, al igual que el aislamiento, es muy atractivo como forma de evasión, nos hipnotiza, aunque inmersos en ello no lo percibamos.
De manera paralela, el tiempo de reflexión, lectura, conexión con uno mismo, mengua sin remedio. El peligro es que el afuera nos tome y no queramos regresar al adentro. Como en todo, lo ideal se encuentra en un punto medio. Pido a la vida que lo aprendido en el silencio y en el dolor no desaparezca y que el coqueteo del entretenimiento en el exterior no me seduzca al grado de perderme.
Quizá la respuesta ante el riesgo de ese desequilibrio sea vivir cada momento en el presente y agradecer.
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