El disco de Astrud Gilberto lo escuché hasta que se volvió transparente. Lo tocaba en un tocadiscos portátil color rosa, que mis papás me habían regalado en Navidad. La voz satinada, inocente y un poco misteriosa de la cantante, tenía la magia de conducirme por medio de “La chica de Ipanema”, “Fly Me to the Moon”, “The Shadow of Your Smile” a un lugar de enamoramiento y encanto, donde el mundo era perfecto y el futuro una promesa de amor, mientras permanecía recostada sobre la cama con la mirada puesta en el techo, en donde a modo de pantalla se proyectaban mis sueños.

Mi noviazgo con Pablo me introdujo en un universo totalmente nuevo de sensaciones y experiencias. Él tenía 19 años y yo 15. Fue en una celebración por haber cumplido meses como pareja, que Pablo me regaló el disco de vinilo, un LP de 33 revoluciones, cuya portada era el rostro de Gilberto con fleco y pelito lacio muy corto a la altura de la boca. Escuchar el disco me servía de refugio cuando me sentía triste, feliz o cuando quería estar sola regodeándome en esa nostalgia que, sin razón alguna, suele invadir a los adolescentes.

En cada fiesta de 15 años de mis amigas o en las de paga con las que se fondeaba la futura graduación de prepa, después de haber bailado la música disco o las canciones de los Beatles hasta agotarnos, al escuchar “La chica de Ipanema”, que hiciera famosa esta brasileña, las parejas nos apurábamos a llegar a la pista para bailar con los cuerpos pegados: las tonadas calmaditas eran el pretexto perfecto. Con ese ritmo cadencioso, me fascinaba percibirme entre los brazos de Pablo, que medía 1.90 metros de altura, y me envolvían. Mientras aspiraba su aroma a English Leather o Vetiver de Guerlain que me hipnotizaba. Su deliciosa fragancia fue una de las cosas que me enamoró de él. Un detalle que cuidó hasta el fin de sus días y yo tanto le agradecí.

Es curioso observar a qué etapa de nuestra vida asignamos el nombre “mi época”. Encuentro que lo usamos para señalar el periodo en que nos considerábamos jóvenes, felices, espontáneos, aventados y vivíamos el presente en la diversión total, rodeados de amigos que parecían ser para toda la vida, con los que reíamos, bailábamos en la disco al son de la música de moda y entonábamos cada palabra de las canciones; ataviadas, las niñas, con minifalda, botas blancas a media pantorrilla, pelo lacio y pestañas al estilo de Twiggy, mientras nos sentíamos grandes con un cigarro –al que no sabíamos dar el golpe– entre los dedos y experimentábamos por primera vez el sabor de un gin and tonic.

Años más tarde, cada vez que escuchábamos bossa nova, ritmos creados por Antonio Carlos Jobim, Jõao Gilberto o Sérgio Mendes y su Brasil ’66, que predominaron en las décadas de 1960 y 1970, todas esas sensaciones volvían a nosotros. Ahora, con mis hijos y nietos, me descubro diciendo con una sonrisa: “Es la música de nuestra época”.

Recién me entero que Astrud Gilberto, la última representante del bossa nova, murió el pasado 5 de junio. Es triste ver que los referentes de tu época, artistas o grandes personajes, mueren. ¿Ellos también? No les perdonamos ni envejecer. Desearíamos que permanecieran intactos, para asegurar que nuestros tiempos no desaparezcan junto con ellos.

Cuando Pablo estaba en el hospital, ya sedado, le poníamos la música de Astrud Gilberto con la esperanza de que lo transportara a nuestra época y reviviera aquellos momentos en los que bailábamos abrazados y soñábamos en compartir la vida juntos y para siempre. Estoy segura de que la escuchaba y sonreía por dentro.

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