“No hay nada que le cueste más trabajo al hombre que cambiar de una costumbre a otra, porque lo obliga a las dos cosas que más le duelen: pensar y sentir.” Cómo he recordado últimamente esta frase que le escuché decir a mi amigo y maestro Germán Dehesa y que él atribuía al escritor francés Marcel Proust, a quien tanto admiraba.
Sabemos que el sentir y el pensar provocados por lo desconocido afloran no sólo al mudar de una costumbre a otra, sino ante la novedad, lo diferente, aquello que nos reta, como escalar una montaña, practicar un idioma nuevo, realizar una postura de yoga, sumergirse en una tina con hielos o aprender un programa de tecnología. Tememos mostrarnos inseguros, vulnerables, pequeños, torpes e incapaces. En pocas palabras, sentimos lo que por todos los medios evitamos, en los ámbitos físico, emocional y mental: la incomodidad.
Tan absurdo como pueda sonar, me he dado cuenta de que lo que sucede dentro del tapete de yoga, tanto como en los otros ejemplos que mencionaba, es un reflejo de la vida misma. No obstante, cuando estamos ante una situación nueva, que en un inicio nos parece difícil, nos conocemos mucho más. Nos damos cuenta de la manera en que reaccionamos al estrés, cómo se comportan la mente y el cuerpo y qué tan capaces somos de mantener el control bajo presión.
Una mañana, en la que acudí a clase de yoga, se escuchaban en el salón nuestros quejidos mientras intentábamos entrar a la postura (asana) que la maestra había puesto en práctica con toda naturalidad. Se trataba de una de esas posiciones que son un verdadero reto, pues exigen concentración, voluntad y obligan a silenciar la mente, cuando lo que ésta pide a gritos es salir de la postura, debido a la gran incomodidad que ocasiona.
Sin embargo, me di cuenta de que, aunque sufría en esa asana, si aceptaba la incomodidad, respiraba con conciencia y dirigía mi mente hacia la gratitud de estar ahí con mis amigas, sana, hacer lo que en ese momento hacía y esforzarme sin exigirme perfección, entonces me relajaba y el tiempo dentro de la postura me parecía más corto. Es decir, al encarar el temor ante la incomodidad, neutralizaba el “pensar” al que se refería Proust y, de esa forma, mi sentir era más aceptable y llevadero.
Lo curioso es que cuando pensamos en aquello que tememos y evadimos la incomodidad, la mente y la voz del ego dramatizan todo, engrandecen los riesgos y peligros y, de prestarles atención, nos empequeñecemos de manera inversamente proporcional. En cambio, cuando aceptamos los temores –ya sea a hacer el ridículo, vernos torpes o cualquier otra cosa– sucede lo contrario: crecemos y son los temores los que se achican.
Al encarar nuestras limitaciones, así estemos en la montaña, la tina con hielos o el tapete de yoga, nos damos cuenta de que las situaciones jamás son insostenibles; en cambio, hacen surgir una fortaleza que no sabíamos que teníamos. Es precisamente la incomodidad la que nos hace crecer y crear reservas de resiliencia para cuando los retos mayores se presenten. Pero para rebasar la incomodidad se requiere entender que la voz del ego amplifica las amenazas, distorsiona los hechos y nos subestima.
Superar la incomodidad y que ésta se convierta en gozo, autoestima alta y maestría, requiere de grandes dosis de humildad, tiempo, voluntad y tenacidad –aspectos que al ego no le gustan. Lo mejor es que los resultados no sólo se dan en el terreno en el que sentimos el desafío, sino que se proyecta en la vida entera.
¿Será la incomodidad el portal de crecimiento para todo en nuestra existencia? Seguiré probando…